Reflexiones sobre la Mujer en la Santísima Trinidad
según «Mulieris dignitatem» de Juan Pablo II

(Artículo del libro "El misterio de la Santisima Trinidad")


Considerando la identidad de la mujer, Juan Pablo II en su “Mulieris Dignitatem” conceptúa “la contraposición recíproca entre el hombre y la mujer” “como herencia del pecado” (p.48), que provocó “la ruptura de la unidad originaria, de la que gozaba el hombre en el estado de justicia original” (p. 37). Es decir, inicialmente la mujer y el hombre formaban una unidad y así fue hasta que el pecado destruyó su integridad. Pero ¿Qué es el pecado? y ¿qué significa la unidad de los dos que él destruyó?
Como si contestase a esa pregunta Juan Pablo II admite: “no es posible entender el “misterio del pecado” sin hacer referencia a toda la verdad acerca de la “imagen y semejanza” (del hombre) con Dios, que es la base de la antropología bíblica” (36) o, en otras palabras, sin meditar sobre las tres personas de la Santísima Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo que forman la “unidad viviente”. Por esa razón veremos cómo la explica Juan Pablo II.
Antes de todo él afirma que “Dios es espíritu” (Jn 4, 24) y no posee ninguna propiedad típica del cuerpo, ni “femenina” ni “masculina”, pero dice continuando: “si bien no se pueden (en Las Escrituras) atribuir cualidades humanas a la generación eterna del Verbo de Dios, ni la paternidad divina tiene elementos “masculinos” en sentido físico, sin embargo se debe buscar en Dios el modelo absoluto de toda “generación” en el mundo de los seres humanos” (p.33). Un modelo absoluto según el cual fue creado el hombre. Como dicen Las Escrituras, Dios creó al hombre a imagen y semejanza Suya y lo creó como macho y hembra (Gen 1, 27). De ahí concluye que: “consiguientemente, también Dios es, en cierta medida, “semejante” al hombre” (p.30) , es decir, tiene la imagen tanto del varón como de la mujer. Continuando, Juan Pablo II admite que definitivamente el Creador se reveló ante la humanidad, manifestándose en el Hijo, nacido de una Virgen mediante el Espíritu Santo. Este acontecimiento muestra la existencia de tres realidades: del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Ya sabemos que bajo el Hijo en general se entiende también la Hija o la Esposa, tanto más que, como dice Juan Pablo II “tu Esposo es tu hacedor, Yahveh Sebaot es su nombre” (Is 54, 5). De ahí podemos concluir que según Juan Pablo II la creatura está relacionada con el Creador al mismo tiempo como Hijo, como Esposa y como su cuerpo místico. Igual que la Iglesia que es al mismo tiempo la creatura de Cristo, Su Esposa y su cuerpo místico o, como dice Juan Pablo II, “el cuerpo” al que “Cristo está unido... como el esposo a la esposa.”
Entonces, está claro que el misterio de la Santísima Trinidad consiste en la unión de dos personas que en su diversidad forman un solo cuerpo místico con una cabeza (que corresponde a Dios como Padre y como Esposo) y con un cuerpo (que corresponde al Verbo Divino como Hijo y como Esposa)
Desarrollando su idea, Juan Pablo II escribe: “Se trata de un signo indicativo de que “en Jesucristo” “no hay ni hombre ni mujer” (Gál 3,28)”, sino “aquella perfectísima comunión de Personas que es Dios mismo” según cuyo modelo fue creado el hombre como varón y mujer (pág.48)
Pero ¿cómo podemos entender esa unidad del varón y de la mujer? Para nosotros es muy difícil imaginar la integridad del hombre original ya que lo vemos sólo en la forma dividida donde el varón y la mujer se contraponen, lo que, ??mo dice Juan Pablo II, rompe la semejanza con Dios y la causa de esto es el pecado original. (p.37), que a su vez se manifestó en “la alteración de…. (la) originaria relación entre el hombre y la mujer, que corresponde a la dignidad personal de cada uno de ellos”. (p.40).
Entonces podemos entender que la “no-semejanza” que consiste en el pecado, se esconde en “la relación entre el hombre y la mujer”, que sufrió una alteración.
Pero ¿qué tipo de alteración es esta? Basándose en las palabras de Juan Pablo II se puede suponer que esta “alteración” se relaciona con el engendrar. “Lo que en el engendrar humano, -escribe él, - es propio del hombre o de la mujer – esto es, la “paternidad” y la “maternidad” humanas – lleva consigo la semejanza, o sea, la analogía con el “engendrar” divino y con aquella “paternidad” que en Dios es “totalmente diversa”: completamente espiritual y divina por esencia” (p.34). Es decir, la paternidad y la maternidad humana es sólo una analogía de la paternidad divina, la que se manifestó, - como marca Juan Pablo II, - en el nacimiento de Cristo. Y Cristo nació de una Virgen, o, - como precisa Juan Pablo II, - de “la “mujer” como fue querida en la creación y, consiguientemente, en el eterno designio de Dios, en el seno de la Santísima Trinidad” (p.50). De ahí podemos concluir que la mujer en el eterno designio de Dios fue querida como virgen, y podemos decir, igual que el hombre, ya que, según Juan Pablo II, los dos constituyen a la Esposa de Dios, como también todos nosotros, porque, como él dice, “todos los seres humanos – hombres y mujeres – están llamados a ser la “Esposa” de Cristo, redentor del mundo. De este modo “ser esposa” y, por consiguiente, lo “femenino”, se convierte en símbolo de todo lo “humano”, según las palabras del Apóstol Pablo: “Ya no hay hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gál 3,28)” (p.101).
Entonces si el varón y la mujer juntos forman el cuerpo místico de Dios o a su eterna Esposa, eso significa que Dios quiere la virginidad de ambos, porque los quiere para sí mismo como Su única Esposa para Su propia actuación.
Desde este punto de vista se ve que “la Esposa” se dividió en sí misma para realizar la creación sin la participación de Dios. De resultas una parte del “cuerpo” místico se contrapuso a la otra, rompiendo su integridad. Así el hombre comenzó a “dominar” a la mujer. Y “este “dominio”, - según Juan Pablo II, - indica la alteración y la pérdida de la estabilidad de aquella igualdad fundamental, que en la “unidad de los dos” poseen el hombre y la mujer” (p.41), es decir, cuando ambos son igualmente objetos de la actuación Divina.
Esa división de la criatura de Dios, su cabeza, se percibe en el plano físico como una analogía de la mutilación que provoca la muerte. Esa fue la razón de las palabras de Cristo: “Lo que Dios unió, no lo separe el hombre” (Mt 19, 6). Exactamente en esta separación consiste el pecado original o, como dice Juan Pablo II, el “aguijón del pecado” que es “la tendencia a quebrantar aquel orden moral que corresponde a la misma naturaleza racional y a la dignidad del hombre como persona. Esta tendencia se expresa en la triple concupiscencia que el texto apostólico precisa como concupiscencia de los ojos, concupiscencia de la carne y soberbia de la vida” (I Jn 2, 16). Ese “orden moral que corresponde a la misma naturaleza racional” del hombre, mencionado por Juan Pablo II, es la imagen de la Santísima Trinidad y “la triple concupiscencia” representa la causa que llevó a Eva a apartarse de Dios: Eva, seducida por la serpiente, al ver que el fruto prohibido era “apetecible a la vista” y excelente para “ser como dioses” (p.42), lo comió y lo dio a comer a Adán. Así fue destruida la unidad con Dios que es la razón de la vida y con ésta la unidad primordial del cuerpo humano, ya que se desataron los ciegos instintos corporales. De esta manera fue destruida la semejanza con Dios y el hombre dejó de ser Su imagen. De eso se trata cuando Juan Pablo II habla sobre la “no-semejanza” con Dios en la cual consiste el pecado” (p.38).
Para restaurar la imagen de la Vida y rescatar al hombre perdido, Dios manda al mundo a su Hijo, nacido de una Virgen, hecho que ya por sí mismo, - según Juan Pablo II, - como “el ideal evangélico de la virginidad… constituye una clara “novedad” en relación con la tradición del Antiguo Testamento.” (p.83). Y esa “novedad” se refiere a la maternidad de la Virgen. Como admite Juan Pablo II, “Jesús confirma el sentido de la maternidad referida al cuerpo; pero al mismo tiempo indica un sentido aún más profundo, que se relaciona con el plano del espíritu: la maternidad es signo de la Alianza con Dios, que “es espíritu” (p.79). Eso quiere decir, que la maternidad tiene dos sentidos: uno pertenece al plano terrenal y el otro, original, al plano espiritual, siendo de notar que a este último, como al celibato en general, Juan Pablo II lo considera como “un signo especial del Reino de Dios que ha de venir” (p.82).
Hay que creer que el Reino venidero será la restauración del Reino perdido por causa del pecado original. De ahí podemos concluir que el celibato o la virginidad era el “signo especial” también del Reino perdido en el cual la virginidad y la maternidad se entrelazaban de algún modo desconocido para nosotros y misterioso. Como dice Juan Pablo II, “en las enseñanzas de Cristo la maternidad está unida a la virginidad, aunque son cosas distintas” (p.81). Dios muestra eso en el ejemplo de María.
Si Eva engañada se convirtió en la causa de la ruptura de la unidad vital del hombre y Dios, María, según Juan Pablo II, volvió “a recorrer el camino hacia aquel “principio” (p.50).
La mujer fue hecha para ser madre de los Hijos de Dios. Pero una vez rota la Alianza con Él, el hombre, nacido de la mujer, se convierte en mortal. La eternidad requiere que todas las obras y actividades humanas estén dirigidas por la razón Divina lo que no permite que los instintos y deseos corporales se apoderen de los hombres, porque él se distingue de los animales justo cuando permite que la luz de la razón Divina le eleve sobre sus instintos, quemando y aniquilando su desorden. Así María dijo “sí” a la razón de Dios y dio a luz a Su Hijo que no había nacido del deseo del hombre, sino por la fuerza del Espíritu Santo. “En la vida íntima de Dios, - como dice Juan Pablo II; - el Espíritu Santo es la hipóstasis personal del amor” y “el orden del amor pertenece a la vida íntima de Dios mismo, a la vida trinitaria” (p. 112-113). Entonces, podemos concluir: hijos de Eva caída, nacidos del deseo de varón se convirtieron en mortales, mientras que el Hijo de la Virgen María, nacido tras cubrirla el Espíritu Santo, resultó inmortal Hijo de Dios. Eso nos lleva a preguntarnos: ¿Quiénes son en realidad los llamados hijos de Dios en la Biblia? Ahí surge el misterio de la virginidad o castidad, que, como ya he dicho, según Juan Pablo II, es “un signo especial del Reino de Dios que ha de venir” (p.82). En un diálogo evangélico, que cita Juan Pablo II, Jesús revela esto muy claramente. Cuando una mujer le grita: “Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron”, Él le respondió: “Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan” (Lc 11, 27-28).
Eso quiere decir que la maternidad terrenal es un símbolo de completamente otro tipo de maternidad que es la maternidad celestial relacionada con la vida eterna, donde, como dice Cristo, no hay ni hombre, ni mujer como tales, sino el hombre y la mujer forman una persona, igual que el Hijo dentro de la Trinidad, el Hijo que es tanto Hijo como Hija. Y como la tierra para el sol, el hombre (tanto el varón como la mujer) representa el lugar para la actuación Divina. En esta participación en la vida Divina está la única condición de la vida eterna para el hombre.
Sin embargo eso no confunde los papeles del varón y de la mujer, que se definen por la distinta esencia de ambos. Como ya he dicho, el hombre que es el sembrador en el plano físico, en el plano espiritual corresponde al Creador, al Padre, al Esposo, a la cabeza; y la mujer que en el plano físico es el receptáculo, en el plano espiritual corresponde al Hijo, a la tierra, a la Esposa, al cuerpo. Desde ahí se dividen sus papeles. Con eso está relacionado también el problema del sacerdocio de las mujeres. Sacerdote es aquel quien realiza el misterio de la Eucaristía. Y “en la Eucaristía”, como dice Juan Pablo II,- “ante todo… se expresa de modo sacramental el acto redentor de Cristo Esposo en relación con la Iglesia Esposa” (p. 105). Entonces no puede ser al revés: no puede el Esposo, que se distingue por su naturaleza de la mujer, cumplir la tarea de la Esposa y la Esposa la del Esposo, como no puede la criatura sustituir al Creador. La confusión de los papeles masculinos y femeninos trae la destrucción de la imagen de Dios que es la imagen trinitaria. Ya que el mundo físico está construido sobre ?sta imagen primordial con la que está vinculado con los lazos misteriosos, cualquier “no-semejanza” con esta imagen es una pretensión potencial de destruir la vida. Nadie puede actuar fuera del papel que otorgó Dios a sus criaturas y permanecer en la eternidad que se termina con los límites de la Santísima Trinidad. Por esa razón Juan Pablo II afirma que “la dignidad de cada hombre y su vocación correspondiente encuentran su realización definitiva en la unión con Dios” y “cada hombre – varón o mujer – creado a imagen y semejanza de Dios, no puede llegar a realizarse fuera de la dimensión de esta imagen y semejanza” (p. 19), en otras palabras, fuera aquellos límites morales y físicos que habían constituidos por Dios.

Bs. As. 2005

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