La voz de la razón y los instintos carnales.
El deber humano y “los derechos humanos”

(Artículo del libro "El misterio de la Santisima Trinidad")


Esa dulce palabra “libertad”…
! Qué mal la entiende el hombre!

“Ciudad abierta y sin muralla,
el hombre que no sabe dominarse”.
(Prov 25, 28)

En los últimos tiempos, como en los tiempos paganos, la voz de la carne humana logró dominar visiblemente sobre la voz suave y sosegada de la suprema razón que frena y limita las exigencias desordenadas de los instintos carnales. A esa voz interna los apóstoles la llaman espíritu del hombre y la contraponen a su carne.
“…golpeo mi cuerpo y lo esclavizo…” (I Cor 9, 27), - dice el apóstol Pablo, - “pues la carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne, como que son entre sí tan opuestos, que no hacéis lo que queréis”. (Gal 5, 17)
Muchos interpretan las dichas palabras como un menosprecio a la carne y a “sus derechos”, incluso como una hostilidad respecto al hombre a quién íntegramente identifican con su carne. Y así la enseñanza cristiana sobre el sometimiento de la carne al espíritu humano se presenta a titulo de una enseñanza hostil al hombre y a cualquier libertad.
Pero veremos, por qué el cristianismo, contraponiendo la carne al espíritu, insiste en su sometimiento y que son en realidad así llamadas “libertades” del ser humano.
Para entender el significado de las palabras del apóstol, echemos un vistazo a nuestra vida cotidiana, donde sin darnos cuenta, estamos ante la confrontación entre nuestra carne y nuestra razón, o el espíritu de la vida.
¿Qué es la carne o el cuerpo humano? Como dicen los apóstoles, es el templo, donde vive el espíritu vivificador. Y para que el espíritu que habita en el, se sienta bien, es menester mantenerlo sano, es decir, en el funcionamiento armonioso de todos sus órganos, cada uno según su función especial. Sin embargo no es tan fácil hacerlo, ya que la carne tiene sus instintos que pueden tanto proteger ese templo (o cuerpo) como destruirlo.
Esos instintos representan deseos y temores de la carne, tales como el deseo de comer, de placer, el temor al dolor, a la muerte, etc.
En cuanto al espíritu vivificador es aquel, con el cual el Señor animó al hombre después de modelarlo del barro, y que se manifiesta en el hombre como su suprema razón. Su voz frena y ordena instintos espontáneos de la carne que en su forma desordenada se convierten devastadores para el hombre, provocando en él diferentes enfermedades, incluso haciéndose la causa de su muerte prematura, es decir, perjudican al mismo cuerpo, o a la misma carne.
Se sabe, por ejemplo, que cuando uno se acostumbra ingerir mucha comida, tarde o temprano se enfrenta con el problema de la obesidad, porque sobrecargando el funcionamiento de los órganos de digestión provoca su infracción, dando lugar a distintas enfermedades. Sin embargo mientras más come el hombre, más quiere comer, ya que la comida le parece muy placentera. La razón casi siempre intenta frenarlo ante este inmensurable deseo y dice “no”, pero la carne dice “si”. Ahí comienza la lucha entre la razón y el cuerpo. Si vence la razón, el hombre se libera del problema, ya que come moderadamente. Pero si vence la carne, la comida ya deja de ser vivificante y se convierte en un arma mortal para el. Entonces, si “liberar” la carne de la razón que la apacigua, ella misma se destruirá, porque no es capaz de poner límites a sus deseos.
Asimismo el que usa drogas, seguramente, ha escuchado alguna vez la voz de la razón que le decía “no” a la consumación de la droga, pero la carne ansiosa de placer, insistía: “si”. Y es otra lucha entre la razón y la carne. Si vence la razón, el hombre se libera de todos los males de un drogadicto, pero si vence el cuerpo, el hombre se autodestruye hasta la muerte. Entonces también aquí la vida requiere que la carne sea sometida a la razón de la vida, mientras que la libertad que la misma exige es para la muerte.
Esos dos ejemplos ilustrativos ya muestran que es muy peligroso consentir a las exigencias de la propia carne, que acrecientan a medida de su satisfacción hasta tal punto cuando ya nada puede parar el proceso destructivo originado por ellas en el hombre.
Los daños que causan las drogas y la comida inmensurable, son bien conocidos, porque sus consecuencias no tardan de revelarse. Pero aun más dañoso es el así llamado “sexo”, es decir, el sexo como objetivo, o diciendo filosóficamente, el sexo en sí. Los daños que causa, pueden revelarse tanto inmediatamente como en las generaciones venideras en la forma de distintos tipos de degeneración - es un hecho que no puede negar ningún psicólogo de buena fe.
En el fondo del “sexo” está el mismo placer que hace al hombre comer sin límite o drogarse. La razón le vislumbra que todos sus órganos tienen determinados fines. Los genitales, por ejemplo, son para procrear. Pero muy frecuentemente la carne insiste en otra cosa: “quiero sentir placer, no quiero hijos que traen consigo dolores y obligaciones”. Si vence la razón, el hombre es sano y su descendencia es sana; si vence la carne, tarde o temprano el hombre resultará afectado por muchas enfermedades venéreas que hasta pasan de generación a generación agenciando, como he dicho, el nacimiento de los degenerados.
Los órganos corporales son semejantes a las cuerdas de un instrumento musical. Y la razón es la llave. Si ajusta bien las cuerdas, éstas se llenan de vida y originan buenos sonidos, pero si no lo hace bien, se aflojan cada vez más y más hasta que ya no sirven para sacar ningún sonido. Así es también el cuerpo: es sano, si sigue a la voz de la razón, y es enfermo, si la ignora. La menor indulgencia lo debilita más y más.
El hombre, adicto a los placeres corporales tiene su razón completamente apagada o sustituida por la “razón de la carne” que es nada más que un deseo desfrenado. Toda su atención está siempre en el placer corporal y todo su alrededor le sirve para provocar los deseos carnales cada vez más diversos, ya que el cuerpo no se limita con una forma del placer y cada vez exige nuevas formas. Así comienza la búsqueda interminable de nuevas sensaciones, tales como homosexualismo, pederastia, incesto, sexo con los animales o cadáveres, sadomasoquismo, erotismo, etc., etc. – una búsqueda que lleva preceptivamente al canibalismo que es el fin irremediable y último de los instintos licenciosos, es decir, a la autodestrucción total y definido, cuando el deseo ya no se satisface con el contacto sexual, sino requiere la consumación entera del objeto de su deseo.
Además el deseo desfrenado ciega a quien posee, y éste ya no reconoce en su prójimo un ser humano. Lo ve ora como un objeto para su placer, ora como lo que le impide sentirlo. En ambos casos esto lo lleva a la violencia que es una manifestación más de los instintos y deseos carnales que jamás se sienten satisfechos.
Como ya fue mencionado, el miedo también es un instinto carnal. Cuando uno tiene mucho miedo, todos los males le vienen encima y cae como víctima de su propio temor. Los miedos son numerosos y distintos: el miedo del dolor, el miedo de perder la vida, de perder algo o alguien valioso, por ejemplo, el trabajo, al ser amado, el poder, la influencia, dinero, el miedo a los hombres, a los elementos de la naturaleza, a la enfermedad, etc., etc. Pero todos tienen único origen que es la temporalidad de la vida. Todo ser humano una vez nacido, concientemente o no, considera la muerte como una injusticia, ya que aspira eternidad. Los creyentes la buscan en Dios, los ateos e inseguros en la ciencia humana, cuyas soluciones son muy limitadas. El miedo puede llevar hasta el suicidio. También puede provocar trastornos psicológicos, cuyas consecuencias son bien conocidas.
“No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino”, dice Cristo (Lc 12, 32). Y es la misma voz de la razón que habita en el hombre. Pero la inquieta y ciega carne mortal suele no escucharla. En realidad, dominar el miedo es dominar a los instintos carnales. Si eso no se logra, es porque, sin darse cuenta, el hombre ya es esclavo de su propia carne y, siendo tal, automáticamente se convierte en un esclavo de otros hombres, en los que busca una ayuda y salvación.
Pero ¿qué salvación puede dar un mortal al otro tal?
Como resultado, la mayoría de la gente vive como en un festín durante la peste corriendo ávidamente tras los placeres de la carne que sabe que su vida es corta y quiere consumir todo el mundo antes que dejar de existir.
De esta manera el hombre cae en un círculo autodestructivo sin salida.
Los que insisten en la “liberación” de las exigencias carnales y consienten a sus insaciables deseos, como ya he dicho, se identifican íntegramente con su carne. La voz del espíritu de la razón suprema está apagada en ellos. Y así no se dan cuenta que en lugar de la libertad adquieren la esclavitud, porque son esclavos de su carne mortal, es decir, son esclavos de la destrucción. Sus imágenes ya no son semejantes a la imagen Divina, sino a la imagen de la muerte. Exactamente por eso tanto les gusta rodear y adornar a sí mismos con los accesorios de la muerte, a saber: con las imágenes de los cráneos, esqueletos, de los diferentes seres demoníacos, etc.
“Ciudad abierta y sin muralla, el hombre que no sabe dominarse”.(Prov 25, 28), dice el proverbio bíblico. Y es verdad, porque el hombre que no puede dominar a su carne, parece a una ciudad, abierta para cualquier enemigo que viene a destruirlo y esclavizar. Tal enemigo se encuentra en él mismo, mejor dicho, en su carne, y ser esclavo de su propia carne es la peor esclavitud que puede existir. Contra ella hay sólo un remedio: es siempre mantener el cuerpo bajo las reglas de la razón vital, es decir, dominar al propio cuerpo, tener las cuerdas de los instintos carnales bien ajustadas por la llave de la suprema razón, dejar que la razón suprema dirija la orquesta de los instintos carnales. No hace falta decir, que pasaría con los “músicos de orquesta” si privarlos de su director. Justamente por eso dice el apóstol: “…golpeo mi cuerpo y lo esclavizo…”, porque el gozo del verdadero hombre consiste en el espíritu, es decir, en lo que es eterno e indestructivo, y no en lo que es temporal y se destruye.
De lo dicho se ve que, de hecho, en el hombre viven dos seres hostiles. Ambos tienen su propia voz. Uno es el espíritu de la razón suprema, o de la Vida, que en el fondo es la que debe gobernar en todo el cuerpo humano. El otro es el de intruso que se instaló ilícitamente en el cuerpo humano después de su caída y es el espíritu devastador de la muerte. Los dos espíritus, en el estado actual del hombre, se encuentran en una lucha permanente: uno por la vida del hombre y el otro, por su muerte. Así, el hombre, sin darse cuenta, representa un campo de batalla entre estos dos espíritus, es decir, entre el espíritu de la Vida y el de la muerte. Es muy común que el hombre para su desgracia se identifique trágicamente con el intruso mortífero, por la causa del cual muere, en lugar de identificarse con el espíritu vivificador que le da vida.
Para liberarse del poder del intruso hay que saber someter sus instintos a la voz de la razón. Ese saber en otros términos se llama moral que es siempre incorruptible. La moral, a su vez, no es otra cosa que la conciencia del deber humano que está muy por encima de todo, porque en el deber está sellada la ley de Dios (o de la Vida que es lo mismo). Ese deber del hombre es, primero, ante Dios que nos da vida y después ante el prójimo, es decir, ante todo ser humano. El deber siempre tiene que ver con el sacrificio y se opone a todo tipo del deseo desordenado de la carne y al miedo. El que está consiente de su deber se dice: “Yo debo hacerlo por la justicia, es decir, en el nombre de Dios, aunque me cueste o no fuera ventajoso para mi” o “No debo hacerlo (por la misma razón), aunque fuera muy ventajoso para mi”. Así es la razón suprema que parte del bien común y aproxima al hombre a Dios. Así se comporta el verdadero hombre.
Pero, lamentablemente, la palabra “deber” hoy no está de moda. Tampoco la enseñan en las escuelas. La suplieron “los derechos humanos”. Vale la pena meditar sobre la vacuidad e hipocresía de esta frase, a pesar de su humanitarismo exterior que presuntamente se manifiesta en la preocupación por el hombre. Pero uno no puede de verdad preocuparse por el otro sin amar antes de todo a Dios que nos une en Sí mismo a todos; sin saber obedecer a la ley que la carne no acepta en su hostilidad con el espíritu de la vida, o, de otros términos, sin someter su carne que es siempre egoísta a su espíritu de la Vida que es siempre altruista. Sin esto cualquier acto, aparentemente bueno, será hipócrita y estéril. El círculo se cierra. El hombre que ha sometido al espíritu de la vida y gobierna sobre su carne, ya no tiene necesidad en la defensa de sus derechos humanos, porque es un verdadero rey, conciente a su deber de servir ante todo a Dios y después al prójimo (o al pueblo); porque toda criatura fue hecha como ayudante y colaborador Divino en Su creación, es decir, para el servicio mutuo. Pues, si la vida se relaciona con el servicio (o con el deber), entonces en la vida no hay lugar para los derechos humanos, porque es la cosa del intruso. Por eso no es sorprendente que bajo la defensa de los derechos humanos mayormente se entiende la liberación para los instintos carnales que erróneamente se llaman “preferencias naturales” del hombre, pero en realidad sólo proclaman la liberación del deber.
Así, “los derechos humanos” – es una noción engañosa y sirve para aquellos, quienes ya perdieron su imagen humana, es decir, para los esclavos de su carne, mientras que el hombre verdadero fue creado libre y es hombre mientras es libre, mientras que se dirige por el espíritu de la Vida inmortal que es el espíritu de Cristo.
Eso significa que el hombre verdadero y la conciencia del deber son nociones inseparables y propias a las personas que luchan para liberarse del poder destructivo de los instintos carnales y los someten a la razón de la vida. Justamente para ellos está preparada la eternidad, de la cual Cristo dijo: “No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino”, ya que solamente tales personas llevan en si mismas la Vida.
Pues como se dice:”Ante los hombres está la vida y la muerte, a cada uno se lo dará lo que prefiere” (Si 15, 17)
¡Que Dios nos ayude a vencer la voz de nuestra carne y despejar el camino para que actúe en nosotros la verdadera razón humana que es la razón del Espíritu vivificador de Dios!

Bs.As. Enero 2008

Volver al índice