La triplicidada del hombre. Tríptico
I
Quienes son los Hijos de Dios
o que se entiende bajo la palabra Israel
(Artículo del libro "El misterio de la Santisima Trinidad")
“…Creaste a Adán”, dice el profeta, “a quien
constituiste como jefe de todo lo creado, y de él venimos todos y a
quien tomaste por tu pueblo. Todo esto digo en tu presencia, Señor,
porque por nosotros creaste el mundo. De las otras gentes nacidos de Adán
dijiste que eran nada, y semejante a la saliva, y comparaste su abundancia
a la gota de un vaso.” (IV Esdr 6, 54-56)
Muchas personas, movidas por la aparente parcialidad absurda de este y de
otros semejantes fragmentos de la Sagrada Escritura, se alejan de la misma
y de Dios que les presenta sólo como Dios de los judíos, completamente
ajeno al resto de la humanidad al que Él, según les parece,
compara con la saliva. De resultas, muchos, hasta los procedentes de las familias
cristianas, olvidando que la Biblia es una escritura criptográfica
y sin meditar bien sobre la esencia del paganismo, vuelven hacia las antiguas
creencias paganas de sus pueblos terrenales. Por eso me atrevo a escribir
sobre este tema difícil referido a los hijos de Dios. Para orientarse
en la lengua bíblica y comprender de qué se trata aquí,
recordemos brevemente la historia de la creación del hombre relatada
en los primeros capítulos del Génesis.
En estos leemos: “Y dijo Dios: “Hagamos al ser humano a nuestra
imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en las aves
de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres,
y en todas las sierpes que serpean por la tierra. Creó, pues, Dios
al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra
los creó.” (Gen 1, 27). Y un poco más abajo: “Yahveh
Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices
aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente.” (Gen 2,
7)
Hombre es un ángel a imagen y semejanza de Dios.
Prestemos atención a dos cosas importantes: que Dios creó al
hombre a”imagen” y “semejanza” Suya, y que lo cualificó
como “un ser viviente”. El sentido de las palabras viviente, vivo
en la Sagrada Escritura se comprende como eterno, porque con ellas se definen
allí Dios Mismo y Sus criaturas.
De esto podemos concluir que Dios “encarnó” a Su propio
hijo para que gobierne el mundo que había creado y que consistía
de los “animales vivientes de cada especie” (Gen 1, 24) bajo los
cuales se suponen las distintas criaturas angelicales. Es decir, Dios creó
a Su propio Ángel, lo llamo hombre y le dio dominio sobre todas las
otras criaturas.
Lo que el hombre creado por Dios era un ángel, revelan las palabras
de Cristo sobre los hijos de la resurrección, que: “ni pueden
ya morir, porque son como ángeles, y son hijos de Dios, siendo hijos
de la resurrección” (Lc 20, 36) Y la eternidad del Ángel
de Dios se determinaba por la Ley de la Vida que consistía en la estrecha
unión del hombre con Dios, la que los convertía en un ser. De
esta misma unión dependía también la vida y el bienestar
de toda criatura, es decir, de toda la tierra y de todo lo que habitaba en
ella.
Y dijo Dios al hombre: “Sed fecundos y multiplicaos” (Gen 1, 28).
Como el hombre era un ángel, la multiplicación, conformemente,
debía ser angelical y tratarse de la multiplicación de los ángeles
de Dios.
Dios dio al hombre toda la libertad, poniendo ante él sólo una
prohibición: no comer del árbol mortífero “de la
ciencia del bien y del mal” (Gen 2, 17).
Alguien puede preguntar, ¿por qué Dios plantó este árbol
en el paraíso? La respuesta es muy simple. La perfección del
Señor exigía que el hombre le sometiera y amara concientemente
y no impremeditadamente, con plena comprensión del hecho que su vida
depende de la unión con Dios. Justamente por eso le dio al hombre la
posibilidad de elegir, mas antes le reveló las consecuencias que provocaría
su desobediencia.
Pero he ahí la aparición del hombre, el Ángel Divino,
como el Rey de toda la criatura provocó envidia del ángel más
poderoso de todos los que Dios había creado antes. Ese ángel
en Génesis se presenta como “la serpiente”, “el más
astuto de todos los animales del campo”. (Gen 3, 1). El rey Salomón
lo llama diablo. “Dios creó al hombre,” dice, “para
la incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma naturaleza; mas por envidia
del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le
pertenecen.”(Sab 2, 23-24).
Como se sabe, la serpiente bíblica lo sedujo con la dulzura de los
frutos prohibidos del árbol y de haber gustándolos el hombre
se volvió mortal, ya que se plantó en él la semilla de
aquel voluptuoso y mortífero espíritu de soberbia, envidia y
destrucción que había rebelado contra Dios.
Sin profundizarse en las alegorías del relato nos detendremos en el
hecho que el hombre violó la prohibición fundada en la ley de
la vida, porque a causa de este hecho se rompió su unión con
Dios. Hasta ese momento trágico Adán y Eva, como dice la Sagrada
Escritura, “estaban ambos desnudos (…), pero no se avergonzaban
uno del otro” (Gen 2, 25), Y, como se puede adivinar, fue así,
porque en su unión con Dios también se consideraban uno. Mas
después de la caída empezaron a verse distintos y, dividiéndose
en su conciencia, se avergonzaron de su desnudez. Justamente por eso “la
serpiente” que provocó ese acontecimiento, recibió el
nombre del diablo. La etimología de la palabra diablo que tiene su
origen en d?aß???? griego es él que divide a Dios. A pesar de
que su raíz ß?? suele relacionarse con el verbo ballein –
tirar, echar 1 ya el sentido mismo de la palabra diablo nos indica que la
preposición griega d?a que significa “él que dividió”,
no se refiere al verbo echar, sino a Dios Trino, porque la raíz ß??
en este caso es una de las derivaciones de “El” hebreo, es decir,
de “Dios”. Las razones de esta observación fueron expuestas
en mi libro “Ararat enigmático”.
El “segundo” cuerpo del hombre. Para que
el mal en Adán no adquiriera la eternidad - porque él podría
comer también del Árbol de la Vida - “Yahveh Dios hizo
para el hombre y su mujer túnicas de piel y los vistió”
(Gen 3, 21-24). Después de eso los expulsó del paraíso.
El pecado de Adán se convirtió asimismo en la maldición
de la tierra de la cual fue hecho, y, como consecuencia, toda la creatura
que vivía sobre ella resultó vestida en sus propias “túnicas
de piel.” Y el ser del hombre igual que el de toda la criatura terrenal,
comenzó a gemirse en ellas como en una cárcel. Lo podemos ver
del comunicado del apóstol Pablo que nos dice: “Pues la ansiosa
espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos
de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente,
sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la
servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad
de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta
el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también
nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos
gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo.”
(Rom 8, 19-23)
Job a estas “túnicas de piel” las llama “casas de
arcilla, ellas mismas hincadas en el polvo” (Job 4, 19) y el apóstol
Pablo, “tienda, que es nuestra morada terrestre”. Aludiendo a
la esperanza del regreso al paraíso, el mismo apóstol añade:
“Porque sabemos que si esta tienda, que es nuestra morada terrestre,
se desmorona, tenemos un edificio que es de Dios: una morada eterna, no hecha
por mano humana, que está en los cielos. Y así gemimos en este
estado, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra habitación
celeste, si es que nos encontramos vestidos, y no desnudos. ¡Sí!,
los que estamos en esta tienda gemimos abrumados. No es que queramos ser desvestidos,
sino más bien sobrevestidos, para que lo mortal sea absorbido por la
vida. Y el que nos ha destinado a eso es Dios, el cual nos ha dado en arras
el Espíritu.” (II Cor 5, 1-5)
Bajo este “edificio de Dios” se sobreentiende aquel cuerpo primordial
y eterno que fue hecho por Dios y de que Adán y Eva gozaban en el paraíso.
Precisamente en este mismo cuerpo ansía
volver el hombre, es decir, desvestirse del actual o sobrevestirse, “para
que lo mortal sea absorbido por la vida,” o, dicho de otra manera, “revestirse
de ropas de salvación” (Is 61, 10), para entrar en la vida eterna.
De eso se tratan también las siguientes palabras del apóstol:
“Y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este
ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra
que está escrita: La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde
está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh
muerte, tu aguijón?” (I Cor 15, 54-55), igual que el fragmento
del Evangelio apócrifo de Tomas, según el cual, cuando los discípulos
preguntaron a Jesús: “¿Cuándo te nos revelarás
y cuándo te percibiremos?”, El les respondió: “Cuando
os quitéis vuestros vestidos sin avergonzaos y toméis vuestra
ropa y la pongáis bajo vuestros pies para pisar sobre ella, como hacen
los niños, entonces miraréis al Hijo
del Viviente y no temeréis.” 2
No hay duda de que aquí se habla de las mencionadas “túnicas
de piel” mortales que el hombre lleva desde su caída y debe quitarlas
antes de todo en su conciencia, para que pueda liberar su ser interior y volver
a su estado primordial.
Esa misma esperanza de la liberación del ser interior del hombre se
revela en todo ritual de sacrificios que exige la Ley antigua. Aquí
está un ejemplo: “Luego inmolarás el novillo delante de
Yahveh, a la entrada de la Tienda del Encuentro. Tomando sangre del novillo,
untarás con tu dedo los cuernos del altar, y derramarás toda
la sangre al pie del altar. Saca todo el sebo que
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1 Edward A. Roberts, Bárbara Pastor “Diccionario
etimológico indoeuropeo de la lengua española”. “Alianza
Diccionarios”,- Alianza Editorial S.A. Madrid, 2001, p. 32.
2 Iglesia no considera auténticos estos evangelios por la mezcla de
conceptos ideológicos y religiosos que contienen, algunos de los cuales
son directamente contrarios a la Palabra del Señor. Sin embargo, hasta
en esta mezcla se puede encontrar unos fragmentos de valor autentico. Hay
tales, por ejemplo, en los evangelios apócrifos de Tomas y de Felipe.
Lo mismo se puede decir también sobre algunos apócrifos del
Antiguo Testamento. Los textos de los apócrifos del Nuevo y Antiguo
Testamentos se puede fácilmente encontrar en el Internet y lo que no
está en Internet, en los volúmenes de A.Díez Macho (Ediciones
Cristiandad) “Los apócrifos del Antiguo Testamento” y otr.
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cubre las entrañas, el que queda junto al hígado,
y los dos riñones con el sebo que los envuelve, para quemarlo en el
altar. Pero quemarás fuera del campamento la carne del novillo, con
su piel y sus excrementos. Es sacrificio por el pecado.”(Ex 29, 11-14)
Es muy significativo que a titulo del sacrificio por el pecado se exige el
derramamiento de la sangre, la quema de la carne, de la piel y de los excrementos
del animal fuera del campamiento que juntos simbolizan el cuerpo externo del
hombre, adquirido por la causa del pecado y por eso lleno de pasiones. Mientras
que el sebo que cubre las entrañas y que simboliza el cuerpo primordial
del hombre (el de antes de su caída) se designa para la quema en el
altar, es decir, para alabar a Dios. Pero todo esto a su vez es sólo
un símbolo de aquel sacrificio verdaderamente salvador que hizo después
Jesucristo, para la redención de nuestros pecados, crucificando a través
de Su cuerpo exterior a la serpiente antigua que lo causó.
Así, el cuerpo del hombre ya no es aquel que tuvo en el paraíso
y que fue hecho por Dios para la vida eterna. Como una funda, éste
nuevo cubrió el anterior y la vida del hombre se cambió.
Ahora ya empezó a multiplicarse no sólo del modo invisible según
el espíritu, sino también del modo visible según la naturaleza.
Dos tipos de nacimiento. En las primeras líneas
del capítulo cuarto del Génesis leemos: “Adán conoció
a Eva, su mujer, la cual concibió y dio a luz a Caín, y dijo:
«He adquirido un varón con el favor de Yahveh.» Volvió
a dar a luz, y tuvo a Abel su hermano.” Con el tiempo cada uno de los
hermanos hicieron una oblación a Yahveh: Caín “de los
frutos del suelo”, porque era labrador; y Abel, “de los primogénitos
de su rebaño y de la grasa de los mismo”, porque era pastor de
ovejas. “Yahveh miró propicio a Abel y su oblación, mas
no miró propicio a Caín y su oblación” (Gen 4,
4-5).
¿Cuál fue el motivo de tal trato a Caín, tan injusto
a primera vista? Nos hallamos ante una
alegoría. Bajo el labrador de la tierra se entiende el hombre carnal,
es decir, dedicado a las cosas naturales, él que antes de todo busca
el beneficio material; mientras que el pastor de ovejas en la Biblia simboliza
al hombre espiritual que busca la unión con Dios. Así que la
oblación de Caín fue de valor material, y la de Abel, de valor
espiritual. Las preferencias de los hermanos y el desprecio de la oblación
de Caín manifestado por Dios nos indican que a Caín Dios no
le consideraba como un hijo Suyo, mas a Abel, sí. De ahí podemos
concluir que Caín dedicado a la naturaleza, había nacido según
la misma, es decir, según las apetencias de la carne exterior adquirida
por el hombre después de su caída y por eso tenía la
imagen espiritual de aquel “animal” que provocó esa caída,
mientras que la oblación de Abel fue un indicio claro que él
llevaba en sí la imagen Divina. Es evidente que Caín no tuvo
al hombre interior, creado por Dios y que fue sólo un fruto de la carne,
es decir, había nacido según la naturaleza. En Abel, al contrario,
el hombre interior creado por Dios estaba presente, porque su nacimiento fue
según el espíritu de Dios. Es interesante admitir que el texto
bíblico al mencionar el nacimiento de Abel no habla en nuevo conocimiento
de Adán a su mujer. Así la concepción de Abel se queda
para nosotros un misterio.
La preferencia de Dios provocó en Caín una tremenda envidia
hacia su hermano y llevándolo con engaño al campo, Caín
lo mata. Así, el nacido según la naturaleza resultó ser
un homicida. Como observa el apóstol Pablo, “las obras de la
carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría,
hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones,
envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes” (Gal 5, 19-21).
A pesar de la declaración de Eva hecha después del nacimiento
de Caín que había adquirido “un varón con el favor
de Yahveh” (Gen 4, 1), el apóstol Juan nos dice muy claramente
que Caín fue un producto de la intervención del Maligno en el
orden de la multiplicación del hombre. En su Primera epístola
leemos: “Pues este es el mensaje que habéis oído desde
el principio: que nos amemos unos a otros. No como Caín, que, siendo
del Maligno, mató a su hermano…” (3, 11-12).
De dos tipos de nacimiento se dice también en el libro apócrifo
de Enoc (Henoc) que, aunque no se encuentra en la lista de los libros canónicos
de la Sagrada Escritura, muchos fragmentos de su contenido no solamente no
contradicen al sentido de los mismos, sino al contrario, a menudo lo aclaran.
Aquí en relación con el tema presente me parece muy interesante
el relato sobre el nacimiento de Noé, el biznieto de Enoc. Lamec, el
padre de Noé, se dirige a su padre Matusalén con las siguientes
palabras: "He puesto en el mundo un hijo diferente, no es como los hombres
sino que parece un hijo de los ángeles del cielo, su naturaleza
es diferente, no es como nosotros; sus ojos son como los rayos
del sol y su rostro es esplendoroso. "Me parece que no fue engendrado
por mí sino por los ángeles...” (Libro de Enoc, cap. 106,
5-6)
¿Cómo podemos entender el hecho que tenía una naturaleza
“diferente”? Es un enigma para nosotros, como un enigma es el
nacimiento de Jesucristo, que no interrumpió la virginidad de María.
Y he ahí como contesta Enoc a su hijo Matusalén respecto al
nieto de éste:
"Ciertamente restaurará el Señor su ley sobre la tierra,
según vi y te conté, hijo mío. En los días de
Yared, mi padre, transgredieron la palabra del Señor. "He aquí
que pecaron, transgredieron la ley del Señor, la cambiaron para ir
con mujeres y pecar con ellas; desposaron a algunas de ellas, que
dieron a luz criaturas no semejantes a los espíritus, sino carnales.
"Habrá por eso gran cólera y diluvio sobre la tierra y
se hará gran destrucción durante un año. "Pero ese
niño que os ha nacido y sus tres hijos, serán salvados cuando
mueran los que hay sobre la tierra. "Entonces descansará la tierra
y será purificada de la gran corrupción. "Ahora di a Lamec:
'él es tu hijo en verdad y sin mentiras, es tuyo este niño que
ha nacido'”. (Libro de Enoc, cap.106, 13-17-18).
Aquí vemos un testimonio más de la diferencia entre las creaturas
espirituales y carnales que pueden nacer de los mismos padres carnales. En
el estado de la caída tanto los hijos de Dios como los hijos de aquel
espíritu maligno que rebeló contra Dios, “están
cubiertos” de las “túnicas de piel”, pero lo que
importa a Dios es el hombre interior.
Dos tipos de hombres y dos tipos de “carne”.
Desde aquel tiempo, por la expresión del mismo apóstol, “el
nacido según la naturaleza perseguía al nacido según
el espíritu” (Gal 4, 29).
La siguiente parábola de Jesucristo también habla de estos dos
tipos de los hombres, a los cuales compara con la semilla buena plantada por
Dios y con la cizaña plantada por Su enemigo:
“El Reino de los Cielos es semejante a un hombre que sembró buena
semilla en su campo. Pero, mientras su gente dormía, vino su enemigo,
sembró encima cizaña entre el trigo, y se fue. Cuando brotó
la hierba y produjo fruto, apareció entonces también la cizaña.
Los siervos del amo se acercaron a decirle: "Señor, ¿no
sembraste semilla buena en tu campo? ¿Cómo es que tiene cizaña?"
El les contestó: "Algún enemigo ha hecho esto." Dícenle
los siervos: "¿Quieres, pues, que vayamos a recogerla?" Díceles:
"No, no sea que, al recoger la cizaña, arranquéis a la
vez el trigo. Dejad que ambos crezcan juntos hasta la siega. Y al tiempo de
la siega, diré a los segadores: Recoged primero la cizaña y
atadla en gavillas para quemarla, y el trigo recogedlo en mi granero."
(?t 13, 24-30)
Eva fue la tierra, donde se plantaron esos dos tipos de hombres. Ambos tenían
un hombre exterior. Pero uno de ellos no tenía nada más que
este. Y el otro encerraba en sí lo que se llama “la gloria de
Dios”, aquel “tesoro” que, por la expresión del apóstol
Pablo, llevamos “en recipientes de barro” “para que aparezca
que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros”. (2 Cor
4, 6-7). El hombre exterior, es decir, la carne, fue dado al auténtico
hijo de Dios como prueba.
Con relación a esto aquí nuevamente recordamos las palabras
de Enoc que distingue “la humanidad” de “los hijos de la
carne” - “Miré las tablillas celestiales y leí todo
lo que estaba escrito y lo comprendí todo; leí el libro de todas
las acciones de la humanidad y de todos los hijos de la carne
que están sobre la tierra, hasta las generaciones remotas”
(Libro de Enoc, cap.81, 2)
De estas palabras podemos concluir que a los ojos de Dios el hombre verdadero,
o el ser humano verdadero, no es el que ha nacido de la carne. Además
las “carnes” de los mencionados son distintas. La carne de los
nacidos según el espíritu el mismo libro la llama “la
carne de justicia y rectitud”- "Ahora pues, oh Señor, extermina
de la tierra la carne que ha despertado tu cólera, pero
la carne de justicia y rectitud, establécela como una planta de semilla
eterna y no ocultes tu rostro de la oración de tu siervo,
¡Oh Señor!”. (Libro de Enoc, cap.84, 6) -, mientras que
la carne opuesta es la de la mentira. Y esta última es la carne mortal,
en cuanto la de la justicia es aquella “gloria” inmortal que,
según las palabras del apóstol llevamos “en recipientes
de barro”.
Los hijos de Dios y los del Maligno. La buena semilla
representa a los hijos de Dios, y la cizaña, a los del enemigo. Ya
que Dios es la Verdad y el Amor, Sus hijos se distinguen por el espíritu
de honradez y de amor. Hablando con profeta Isaías Dios los define
así: “Dijo él: «De cierto que ellos son mi pueblo,
hijos que no engañarán.» Y fue él su Salvador en
todas sus angustias” (Is 63, 8). Es decir, lo que destaca a los hijos
de Dios es su espíritu honesto y lleno de amor. Lo mismo leemos en
el Libro apócrifo de Enoc: “en el nombre del Señor,”
se dice ahí, “que ha separado la luz de las tinieblas,
ha repartido los espíritus de los humanos y ha fortalecido los espíritus
de los justos en nombre de su justicia” (Libro de Enoc,
cap.41, 8).
Pero aprovechando la expresión de Cristo diremos que “las buenas
semillas” empezaron a crecer junto con “las cizañas,”
e, influidas por esas últimas, padecieron a todas las tentaciones de
su hombre exterior.
Dios no quiso que Sus hijos se unan con aquellos que habían nacido
según la naturaleza, porque, siendo bajo la influencia de ellos, podrían,
sin darse cuenta, perjudicar a su ser interno y convertirse en los esclavos
de su propia carne. Pero los hijos de Dios no lo escucharon y rindieron sus
cuerpos al diablo adquiriendo así la imagen y semejanza de éste
y perdiendo la de Dios. Entonces su carne se contrapuso a su ser interno de
la misma crueldad con la cual el diablo se contrapone a Dios. Es por eso que
dice el apóstol Pablo: “Pues me complazco en la ley de Dios según
el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra
la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está
en mis miembros.” (Rom 7, 22-23)
Viviendo mezclados con los hijos del Maligno “por simiente humana”
(Dan 2, 43), los hijos de Dios según el grado de la influencia sufrida,
al fin de los tiempos estarán o con Dios o con el diablo. Cuando se
dice que “Yahveh pondera los espíritus.” (Prov 16, 2),
se sobreentiende justamente la definición de este grado, que permitirá
llenar con el espíritu de Dios a los que lo tienen mucho y vaciar a
los que lo tienen poco. Por eso se ha dicho: “a quien tiene se le dará
y le sobrará; pero a quien no tiene, aun lo que tiene se le quitará.”(Mt
13,12), así que “cuando vendrá lo perfecto, desaparecerá
lo parcial” (I Cor 13, 10).
Al desagregarse la carne, el ser del hombre se queda, ya que es inmortal.
El hombre lo entiende como resurrección. Pero la resurrección
puede ser de vida y de juicio (Jn 5, 29). El que resucita para la vida, va
al Reino de Dios y no ve la sepultura, mientras que aquel que resucita para
el juicio ve su sepultura y es condenado a la pena eterna. Y no es porque
así lo quiere Dios, sino porque el ser contaminado de tales hombres
no puede apartarse de su cuerpo exterior. Por eso dice el rey David anticipando
la llegada de Cristo, el Salvador: “pues no has de abandonar mi alma
al seol, ni dejarás a tu amigo ver la fosa.” (Salm 16, 10). Y
el profeta Isaías anuncia: “Pronto saldrá libre el que
está en la cárcel, no morirá en la hoya” (Is 51,
14). Lo mismo dice también Cristo: “En verdad, en verdad os digo:
si alguno guarda mi Palabra, no verá la muerte jamás.»
(Jn 8, 51).
De ahí vemos también que la muerte no es lo que nosotros pensamos.
Su verdadera cara es vista por el hombre, cuando él se despierta después
de haber abandonado su carne en la tierra, o no vista nunca en caso si es
un verdadero hijo de Dios.
Pero en la tierra, según Cristo, a los hijos de Dios se puede distinguir
de los del Maligno por sus frutos.
«Guardaos de los falsos profetas”, dice El, “que vienen
a vosotros con disfraces de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Por
sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos
o higos de los abrojos? Así, todo árbol bueno da frutos buenos,
pero el árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede
producir frutos malos, ni un árbol malo producir frutos buenos.”
(Mt 7, 15-18).
Por supuesto, bajo los frutos aquí se entienden los frutos espirituales,
es decir, los frutos del bien y del mal.
El Pueblo de Dios. Pero los hijos de Dios seducidos
por la carne, se alejaban más y más de su Padre celestial e
inevitablemente seguían muriendo. Parecía que en el mundo no
se quedó nadie fiel a Dios. Hubo entonces cuando al comprobar la fidelidad
de Abraham, Dios le dijo desde los cielos: «Por mí mismo juro,
oráculo de Yahveh, que por haber hecho esto, por no haberme negado
tu hijo, tu único, yo te colmaré de bendiciones y acrecentaré
muchísimo tu descendencia como las estrellas del cielo y como las arenas
de la playa, y se adueñará tu descendencia de la puerta de sus
enemigos. Por tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la
tierra, en pago de haber obedecido tú mi voz.» (Gen 22, 16-18)
No eligió Dios una raza terrenal, sino espiritual. Las palabras del
Señor se referían a la fe, a la fidelidad incondicional de Abraham
y no a su carne que no vale nada en sus ojos. Dijo así, porque vio
que Abraham estaba dispuesto a sacrificarle lo que más quería
- a Isaac, su hijo querido. Y en eso asemejaba a Dios que después de
un tiempo debía sacrificar al Suyo, a Jesucristo, para el rescate del
resto de sus hijos.
De un modo inequívoco lo mismo dice también el apóstol
Bernabé:“¿Qué le dice, pues, el Señor a
Abraham cuando, habiendo sido el único en creer, le fué contado
a justicia? Mira que te he puesto a ti, Abraham, por padre de
las naciones que han de creer en Dios por prepucio” (Epístola
(apócrifa) de Bernabé, 13).
Eso significa que Abraham es el padre de todo aquel – no importa la
nación a que pertenece - que creyendo a Dios sacrifica para El sus
pasiones.
Después se fijó Dios en Jacob, el nieto de Abraham que lucho
mucho por la bendición primero de su padre y después de Dios.
Y por eso de Dios Mismo recibió el nombre de Israel que evidenciaba
la presencia del ser interior en él y su pertenencia a Dios. Todos
aquellos que nacieron de la fe abnegada de Abraham recibieron la Ley de Dios,
la que después del sacrificio de Jesucristo quedó grabada en
los corazones de aquellos, quienes sinceramente creyeron en Su palabra. Es
la Ley moral, porque la vida del hombre depende justamente de su conducta.
Sus mandamientos son bien conocidos. He ahí algunos de ellos:
“Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días
sobre la tierra que Yahveh, tu Dios, te va a dar.
No matarás.
No cometerás adulterio.
No robarás.
No darás testimonio falso contra tu prójimo.
No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la
mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su
asno, ni nada que sea de tu prójimo.» (Ex 20, 12-17)
Dios habló a sus hijos confundidos también por la boca de los
profetas:
“He aquí las cosas que debéis hacer: Decid verdad unos
a otros; juicio de paz juzgad en vuestras puertas; mal unos contra otros no
meditéis en vuestro corazón, y juramento falso no améis,
porque todas estas cosas las odio yo, oráculo de Yahveh.” (Zac
8, 16-17)
Y en otro lugar:
“Justifica a la viuda, juzga al pupilo, da al pobre, cuida al huérfano
y viste al desnudo; sana al herido y al débil, no quieras reírte
del cojo, custodia al manco y admite al ciego a mi claridad; guarda entre
tus muros al joven y al anciano; entierra a los muertos y deja señal
allí donde los encuentres, y te daré el primer asiento el día
de mi resurrección.” (IV Esdr 2, 20-23). Porque, continua el
apóstol, “los injustos no heredarán el Reino de Dios.
¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras,
ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones,
ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán
el Reino de Dios” (I Cor 6, 9-10) Y los hijos de Dios, obrando arbitrariamente,
se igualan a los nacidos según la carne y, por la expresión
del mismo apóstol, “el que siembre en su carne, de la carne cosechará
corrupción; el que siembre en el espíritu, del espíritu
cosechará vida eterna” (Gal 6, 8). Jesús advierte de lo
mismo, cuando dice: “Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero
no pueden matar el alma; temed más bien a Aquel que puede llevar a
la perdición alma y cuerpo en la gehenna.” (Mt 10, 28)
Todos estos mandamientos significan la misma cosa: no deifiques ni su propio
cuerpo, ni ninguna otra criatura; no vayas tras sus instintos, ponte encima
de ellos, domínate como el Señor domina sobre sus criaturas.
Mas todo eso es posible sólo cuando Dios ocupa el primer lugar en el
alma del hombre, es decir, cuando el hombre lo ama más que a todo.
Y no se puede decir que existe un pueblo terrenal cuyos representantes en
su totalidad sinceramente compartan y cumplan esos mandamientos de Amor a
Dios y al prójimo, porque el pueblo de Dios es un pueblo espiritual
y no natural. Sus representantes pueden hallarse entre cualquier nación
o raza terrenal.
La Biblia - el libro de Dios - tiene dos planos. El nacido según la
naturaleza o aquel cuyo hombre interior está casi aniquilado por la
carne externa la lee con los ojos exteriores y la entiende según la
naturaleza. Pero el nacido según el espíritu de Dios la miraría
con los ojos de su ser interior, es decir, espiritualmente, y vería
su contenido bajo la luz distinta.
El auténtico Pueblo de Dios – el que la lee espiritualmente -,
como ya fue dicho, se manifiesta por su espíritu de veracidad. Lo admite
también Cristo: “Vio Jesús que se acercaba Natanael y
dijo de él: «Ahí tenéis a un israelita de verdad,
en quien no hay engaño.»” (Jn 1, 47)
Y cuando el Señor dice que ha dispersado Su pueblo entre los otros
pueblos, quiere decir que Sus hijos (los que llevan en sí Su germen)
pueden nacer en la naturaleza de cualquier pueblo terrenal, ya que la naturaleza
mortal no tiene valor en Sus ojos divinos. “Toda carne es hierba”,
dice Él por la boca del profeta, “y todo su esplendor como flor
del campo. La flor se marchita, se seca la hierba, en cuanto le dé
el viento de Yahveh (pues, cierto, hierba es el pueblo). La hierba se seca,
la flor se marchita, mas la palabra de nuestro Dios permanece por siempre”
(Is 40, 6-8).
Nadie que comete la iniquidad pertenece al pueblo de Dios, que se conoce por
su honestidad y pureza: “Todo el que ha nacido de Dios no
comete pecado,” dice el apóstol, “porque su germen permanece
en él; y no puede pecar porque ha nacido de Dios. En esto se reconocen
los hijos de Dios y los hijos del Diablo: todo el que no obra la justicia
no es de Dios, ni tampoco el que no ama a su hermano.”
(I Jn 3, 9-10). Refiriendo al hecho que el nombre Israel no significa nada,
cuando él que lo lleva no cumple las exigencias morales de Dios, El
Mismo dice por la boca del profeta Ezequiel: “Entonces, la palabra de
Yahveh me fue dirigida en estos términos: Hijo de hombre, los que habitan
esas ruinas, en el suelo de Israel, dicen: «Uno solo era Abraham y obtuvo
en posesión esta tierra. Nosotros somos muchos; a nosotros se nos ha
dado esta tierra en posesión.» Pues bien, diles: Así dice
el Señor Yahveh: Vosotros coméis con sangre, alzáis los
ojos hacia vuestras basuras, derramáis sangre, ¡y vais a poseer
esta tierra! Confiáis en vuestras espadas, cometéis abominación,
cada cual contamina a la mujer de su prójimo, ¡y vais a poseer
esta tierra!...etc.” (Iez 33, 23-26)
Y como el pueblo de Dios no nace por la naturaleza sino por el deseo de Dios,
su representante no se aferra a su carne. Sus padres espirituales y naturales
pueden ser distintos y pueden ser los mismos. Como hemos visto, los hijos
de Dios y los del Maligno pueden nacer en una misma familia, según
como fueron concebidos: por el espíritu puro de amor o por la apetencia
de la carne. Así fue en la familia de Adán y Eva, en la de Noe.
3 También el justo Lot tuvo hijas
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3 Ver el articulo siguiente de este Tríptico: “Enigma
de los hijos de Noe”.
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pecadoras y por eso los pueblos procedentes de ellas fueron
eliminados por Dios. Justamente de eso se tratan las siguientes palabras de
Cristo: «¿Creéis que estoy aquí para dar paz a
la tierra? No, os lo aseguro, sino división. Porque desde ahora habrá
cinco en una casa y estarán divididos; tres contra dos, y dos contra
tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el
padre; la madre contra la hija y la hija contra la madre; la suegra contra
la nuera y la nuera contra la suegra.» (Lc 12, 51-53) o en otro lugar:
«No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido
a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su
padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y enemigos de cada
cual serán los que conviven con él. «El que ama a su padre
o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que
ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí”
(Mt 10, 34’37)
Cuando Cristo dice que ha venido a dividir a los integrantes de la familia,
significa que ha venido a destacar a Sus hijos que por su carne pueden tener
parentesco con los
hijos de Maligno, pero por su espíritu siempre se distinguen de ellos.
Y se distinguen por el hecho de que aman más y antes de todo a Dios
y Su justicia y sólo después a su prójimo (bajo lo cual
se entiende, primero, el hombre y después, toda la criatura de Dios),
como a sí mismo. Es decir, ha venido también, para parar
entre los integrantes de la familia, porque cuando El no está entre
ellos, se vuelven servidores de la carne.
Es así, porque existen dos o tres padres de la humanidad: uno que está
en el cielo y le da vida;
el otro, cuyo imperio está en el aire (Ef 2, 2) y que le quita la vida,
porque es el responsable de la aparición de la carne mortal del hombre,
y el padre carnal. Por eso enseñando a Sus discípulos rezar
Jesús comienza la oración dirigiéndose al Padre nuestro
que está en los cielos, de esta manera haciéndonos saber que
existen también otros, con quienes no se puede confundirlo.
Por supuesto, el pueblo de Dios se forma por los hijos de Dios. Es un pueblo
único, porque único es Dios, el Creador del mundo invisible
y del mundo visible. Y es el pueblo de los hombres justos. Lo componen los
justos de todas las naciones y razas terrenales.
En la Biblia el pueblo de Dios se llama Israel, es decir, el que conoce a
Dios, busca Su bendición con todas sus fuerzas, como lo buscó
Jacob por lo que recibió el dicho nombre.
“Soy de Yahveh”(Is 44: 5) – así explica el profeta
el significado de la palabra Israel. Como he mostrado en mi libro “Ararat
enigmático, 4 esa pertenencia a Dios de una o
de otra forma está grabada en todos los nombres de los pueblos antiguos,
porque en sus raíces están los mismos sonidos que apuntan a
Dios a través de sus numerosas alteraciones como ra, ar, al, fer, her,
el, etc. Por eso todos ellos en realidad son de algún modo sinónimos
del nombre Israel y en su conjunto representan, metafóricamente dicho,
una parte del Señor: el brazo, el corazón, etc. Es porque la
multitud de los pueblos equivale a todos los integrantes del cuerpo humano
que son hostiles y afrontados uno con el otro cuando están inconcientes
del cuerpo que forman y por eso cada uno, obrando en forma pagana, adora a
sí mismo y el lugar que ocupa. Pero cuando son concientes del cuerpo
que forman, ya se consideran uno, aunque tengan tareas distintas. Esa verdad
se reveló con la llegada de Jesucristo en la carne. Pero ninguno de
los pueblos terrenales (inclusivo los judíos que conservaron para la
humanidad la Palabra de Dios) se quedó en la altura de su nombre, porque
ora había olvidado su significado, ora, traicionando a Dios, había
traicionado a su propio nombre. Los verdaderos hijos de Dios aman a Su Padre
más que su propia carne y están dispuestos a sacrificar su vida
por Él, mientras que los de la carne, al revés, aman su carne
más que a Dios (incluso si dicen que creen en Él) y por su ceguera
están dispuestos a hacer lo que sea, para conservar su vida mortal,
incluso traicionando a Dios que es la Única Verdad y Vida.
Respondiendo a si mismo con sinceridad, ¿a quien o a que nos entregamos
por toda nuestra
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4 Ver “Ararat enigmático”
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alma – a nuestra carne o a Dios?, - sabremos a quien pertenecemos. Y,
quizás, eso cambie nuestra vida. Si digamos sin vacilar: “Soy
de Yahveh, es decir, de Jesucristo Salvador”, sería un atestiguamiento
seguro de la existencia en nosotros del ser interior y, por consiguiente,
de nuestra pertenencia al Pueblo de Dios. Como dice el profeta Isaías,
“el uno dirá: "Yo soy de Yahveh", el otro llevará
el nombre de Jacob. Un tercero escribirá en su mano: "De Yahveh"
y se le llamará Israel.» (44, 5).
Pero si sublevamos contra esa idea, significaría que nunca tuvimos
al hombre interior o lo ahogamos con nuestra carne.
Los demás “pueblos”. En la Biblia
al Pueblo de Dios se contraponen “los pueblos”. De lo dicho hasta
ahora está claro que a estos tampoco hay que entender literalmente.
En la lengua bíblica “los pueblos” no representan ninguno
de los pueblos terrenales, (porque en todos ellos los hijos de Dios viven
mezclados con los del Maligno), sino se refieren a aquella multitud abigarrada
de los servidores de la carne que no reconoce a Dios y adora a la criatura,
es decir, la naturaleza.
Bajo la deificación de la naturaleza se oculta la deificación
de su propia carne mortal. Adorando su cuerpo, o su naturaleza, estos “pueblos”
inevitablemente deifican sus órganos sexuales y lo hacen antes de todo
por los placeres físicos que proporcionan. Y eso inevitablemente provoca
el ahogo del ser interior y, como ya se ha dicho, los hombres se vuelven
enteramente carnales, porque, según el apóstol, viven “dominado
por la pasión, como hacen los
gentiles que no conocen a Dios”. (1 Tes 4, 5)
A estos “pueblos” la Biblia los llama pueblos idólatras,
ya que en lugar de servir al Creador sirven a la creatura y así alejándola
de Dios, se alejan de El también ellos mismos.
El sentido espiritual del surgimiento de estos pueblos en una manera muy notable
se presenta en la palabra griega demos que significa pueblo, es decir multitud
contrapuesta a uno, porque no es casual que la palabra demos sea cognada a
la palabra demonio. Ambas tienen la misma raíz indoeuropea da que significa
“dividir”. De ahí dati sánscrito que significa “él
corta”; dapt? (dapto) griego que significa “despedazar”;
dam irlandés antiguo que significa “multitud”.
Como se desprende de la etimología presentada, esa “multitud”
surgió a causa del fraccionamiento de la unidad que fue cortada y dividida.
Así que es muy natural que con la misma raíz sean vinculadas
palabras que significan “demonio”. Así son, por ejemplo,
daimon sanscrito; da?µ?? griego que se entiende como “genio que
reparte el destino de los hombres”. 5 La misma raíz se encuentra
en las palabras franco/españolas indemni(zar)-ser.
Así, la palabra “demos” indica a aquel quién rompe
la unión de la creatura con su Creador, formando una multitud de fracciones
sueltas, es decir, divide, destroza lo que desde el punto de vista teológico
significa la muerte de la creatura. Una de las definiciones que Dios usa alegóricamente
en la Biblia para indicarlo a ese ser es el “conductor de las naciones”
(Ez 31, 11) que en el sentido espiritual se contrapone al Hijo de Dios. En
esta contraposición se revela el significado profundo de la noción
de la aristocracia como el gobierno del Espíritu Divino, y la de democracia
como el gobierno de los hijos de la carne, o de los instintos de la carne,
que se rebelan contra la razón.
Es interesante que a la misma conclusión lleva la palabra rusa “iaziki”,
es decir, “lenguas”, que en el antiguo ruso significaba “pueblos”
y en su forma colectiva llegó a definir el “paganismo”
que en ruso suena como “iazichestvo”. La palabra “iaziki”
se usa también en la combinación “iaziki plameni”,
es decir, “llamas del fuego”, que definen también las pasiones
que queman al hombre como el fuego, mientras que la unión con Dios
a través del sacrificio de estas hace que la creatura alcance la vida
eterna y recupere la imagen de Dios y la dignidad humana perdidas a causa
de las pasiones, ya que la idea misma del hombre supone la unión con
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5 Ver la nota.1
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Dios. 6 Conocer al hombre significa conocer a Dios que es el
Único Hombre y no hay nada y nadie más, ningún espíritu,
ninguna otra cosa que tenga la fuente de Vida y por eso pueda proporcionarla.
La influencia del espíritu rebelde de la soberbia.
Pero cuando alguien entiende el Pueblo de Dios en el sentido terrenal,
inevitablemente cae en la deificación muy peligrosa de la carne mortal,
la que a su vez siempre origina el mal destructor del racismo, fascismo, odio
o de cualquier otra locura.
Pero no olvidemos que los hijos de Dios no se definen por la carne, sino por
el espíritu de
honradez. Y aquellos que intentan sustituir el Espíritu de Dios por
la carne, lo hacen bajo la influencia del espíritu rebelde y soberbio
de la antigua serpiente, cuyo gusano habita en la carne, porque aquel quien
se guía por el espíritu de Dios que es el espíritu del
Amor, “no busca su interés” (I
Cor 13, 5). Solo el gusano de la soberbia hace que las personas de distintas
nacionalidades se atribuyan sólo a sus pueblos, es decir, a su naturaleza,
la cualidad de los hijos de Dios, teniendo a los demás pueblos por
nada. Sólo éste puede inculcar al hombre la idea de la divinidad
de un pueblo terrenal o una raza terrenal – que siempre constan, como
es evidente,
tanto de la “semilla buena” como de la “cizaña”
– y la de la total nulidad de los otros pueblos o de las otras razas,
provocando así su reciproca exterminación.
A causa de eso Dios por la boca de los profetas, la de Jesucristo y de los
apóstoles no cesa a advertir a Sus hijos sobre este tremendo pecado
que es el progenitor de todos los males:
«El Señor Yahveh ha jurado por sí mismo, oráculo
de Yahveh Dios Sebaot: Yo aborrezco la soberbia de Jacob, sus palacios detesto,
y voy a entregar la ciudad con cuanto encierra” (Amos 6, 8).
“…Pues será aquel día de Yahveh Sebaot para toda
depresión, que sea enaltecida, y para todo lo levantado, que será
rebajado” (Is 2, 12), ya que, dice el profeta Isaias, “Yahveh
Sebaot ( …) ha planeado profanar el orgullo de toda su magnificencia
y envilecer a todos los nobles de la tierra.”(Is 23, 9), “para
que ningún árbol plantado junto a las aguas se engría
de su talla, ni levante su copa por entre las nubes, y para que ningún
árbol bien regado se estire hacia ellas con su altura. ¡Porque
todos ellos están destinados a la muerte, a los infiernos, como el
común de los hombres, como los que bajan a la fosa!,” le asiente
el profeta Ezequiel (31, 14). “¡Ay! los que decretan decretos
inicuos,” dice el Señor por sus bocas, “y los escribientes
que escriben vejaciones, excluyendo del juicio a los débiles, atropellando
el derecho de los míseros de mi pueblo, haciendo de las viudas su botín,
y despojando a los huérfanos” (Is 10, 1-2). “¡Ay,
los sabios a sus propios ojos, y para sí mismos discretos!” (Is
5, 21).
Lo mismo dice Jesucristo a Sus seguidores: “todo el que se ensalce,
será humillado; y el que se humille, será ensalzado.”
(Lc 18, 14). “El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será
vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será
vuestro esclavo” (Mt 20, 26-27)
Tampoco cansan repetirlo los apóstoles: “Dios resiste a los soberbios”,
dice el apóstol Santiago, “y da su gracia a los humildes.”
(St 4,6). “Nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino
con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a
sí mismo…” (Flp 2, 3), enseña el apóstol
Pablo, “que no sean altaneros ni pongan su esperanza en lo inseguro
de las riquezas sino en Dios, que nos provee espléndidamente de todo
para que lo disfrutemos” (I Tm 6, 17), “Porque si alguno se imagina
ser algo, no siendo nada, se engaña a sí mismo” (Gal 6,
3).
Se puede continuar con los ejemplos que abundan en la Sagrada Escritura. Y
todos ellos
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6.Ver el artículo ”Misterio de la Santísima
Trinidad o ¿cuál es la razón de la moral cristiana?”
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testifican que el pueblo que se ensalza, lo hace sometido al
espíritu de la creatura y no del Creador. El que obra de esta manera,
no puede ser hijo de Dios. Por eso dice el apóstol: “Pues no
todos los descendientes de Israel son Israel. Ni por ser descendientes de
Abraham, son todos hijos. Sino que «por Isaac llevará tu nombre
una descendencia»; es decir: no son hijos de Dios los hijos según
la carne, sino que los hijos de la promesa se cuentan como descendencia.”
(Rom 9, 6-8).
Y, como ya fue dicho, Dios dirigió Su promesa sólo a los portadores
de la semilla espiritual de Abraham quienes por su fe enteramente abnegada
se asemejan a este patriarca de todos los vivientes, es decir, a aquellos,
en cuyos corazones está grabado el mandamiento que Cristo después
destacó como principal: «Amarás al Señor, tu Dios,
con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es
el mayor y el primer mandamiento”. (Mt 22, 37-38)
Conclusión. Entonces; se puede confirmar que
en los ojos de Dios existen sólo dos pueblos: los hijos de Dios y los
que a sí mismo creen dioses. El Señor reconoce como Su pueblo
únicamente a los que mantienen vivo y firme al hombre interior mientras
que a los que no lo tienen o lo tienen débil o muerto considera cáscaras
vacías que se distinguen por la forma del pecado al que padecen. Es
de ellos dice el profeta: “Todas las naciones son como nada ante él,
como nada y vacío son estimadas por él.” (Is 40, 17).
Ya sabemos que bajo las naciones se refiere aquí a los que han nacido
según la naturaleza, cultivan la naturaleza y se caracterizan por sus
instintos carnales; mientras que el pueblo de Dios es completamente espiritual.
Y sin embargo la bondad del Señor es tan perfecta que Él quiere
y puede salvar a todos Sus hijos que pecaron, siempre cuando todavía
en su vida terrenal aprendan a amarlo y quieran unirse con Él. Entonces
por la ofrenda de Jesucristo serán lavados todos sus pecados y entrarán
al Reino de Dios como Sus propios hijos. Por eso quien puede que haga un esfuerzo
y empiece a “amontonar tesoros en el cielo” (Mt 6, 20), es decir,
tesoros espirituales, para que a la hora, cuando Dios pondere los espíritus,
no los haya encontrado demasiado ligeros.
Partiendo de todo esto, podemos decir que no tenemos ningún fundamento
para creer en la parcialidad de Dios, pero si, tenemos un buen motivo de enojarse
con nosotros mismos, cuando, cediendo ante las exigencias de nuestra carne,
aniquilamos nuestro verdadero ser interior y nos condenamos al fin ignominioso
de aquellos, quienes aborrecen todo lo elevado, perfecto, bueno y bello a
saber, el fruto del Espíritu de Dios que es “amor, alegría,
paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí;
contra (cuales) no hay ley.” (Gal 5,22-23).
Bs.As.2008-2009