Leon Tolstoy  “Ana Karénina

(El significado de la religión en la vida del hombre)

 

     En el conjunto de la literatura universal la  literatura rusa del siglo XIX se destaca como una  literatura de problemas esenciales, que de una manera u otra refiere a la relación entre las verdades eternas y la vida y el bienestar terrestre, sobre todo del pueblo ruso, pero también de la humanidad toda. Con relación a esto, en ella siempre, directa u oblicuamente,  se plantea la cuestión  ¿Cómo seguir?”. A veces la cuestión se presenta hasta en el título de la obra, -  la vemos, por ejemplo, en el título del poema de Nekrasov  “¿A quién le cae bien vivir en Rusia?”, o en el de la novela de Chernishevskiy  “¿Qué hacer?”  o en la de Guertzen “¿Quién es culpable?”. A veces  se revela  como  un conflicto. Así son, por ejemplo,  “Padres e hijos” de Turgueniev, “Crimen y  castigo” de Dostoievskiy, “Aflicción por (por la causa de) la inteligencia” de Griboiedov, “Las almas muertas” de Gogol etcétera.. 

   Tampoco hace una excepción de esta regla  la obra de Lev Tolstoy, uno de los más destacados escritores rusos de   fama mundial. En ella se refleja la infatigable búsqueda del autor de los cimientos de la moral humana y sus intentos de conjeturar la correlación entre la religión y la vida cotidiana del hombre. El destino de los protagonistas, alrededor del cual se desarrolla la acción de sus novelas, es, como regla, sólo un argumento a favor de una idea determinada o para señalar la presencia de un importante problema social. Es por eso, que sus obras en general  representan los extensos cuadros, tanto de la vida cotidiana como de las creencias de todos los estratos de la sociedad rusa  con una característica épica propia.

    Así es también su novela  “Ana Karénina”, que abarca los problemas religiosos, administrativo-económicos, políticos y otros de la vida  rusa y humana en general. Pero el problema fundamental de esta obra es el problema socio-religioso, es decir, el problema de la fe, de la familia y de la moral. Consiste en la pregunta, si caducó o no la religión, si puede resultar la educación fuera de la religión y que pasa con la persona que no tiene el sostén en ella.

   Ya de un modo bastante claro Tolstoy contesta a esa pregunta en el epígrafe a la novela, que representa las palabras del Señor: “Mía es la venganza; yo daré el pago merecido”, tomadas de la Epístola de San Paulo a los Romanos 12, 19. Lamentablemente, los traductores o editores no siempre incorporan este epígrafe en el libro (ver por ejemplo la traducción bonaerense  del 1969, Biblioteca Básica Universal. Centro editor de América Latina), aunque su importancia para la interpretación correcta de la idea de Tolstoy es evidente. El epígrafe anticipa al lector sobre el hecho de que en los acontecimientos descritos se revela el Juicio Supremo o el Juicio de Dios.

    En el ejemplo de Ana Karénina,  la protagonista principal de la novela,  Tolstoy muestra que este Juicio se realiza en el alma del transgresor. Al transgredir la ley moral, el hombre como si echase a Dios de sí mismo, privándose así de Su defensa. En el lugar vacío inmediatamente se instala  o se revela, por la expresión de Tolstoy, “un espíritu maligno” destructor y egoísta al que sólo la presencia de Dios mantiene atado. Con todo eso, no es Ana la que representa el centro del problema, sino la incredulidad y el escepticismo que se encuentran en la sociedad. Por eso, en la novela hay otra historia paralela,  por poco más importante, es la de Constantino Lévin. Es a  él a quien pertenece la definición concluyente  sobre el estado de la sociedad y la última palabra en la novela.

    Los acontecimientos de la novela  se desarrollan en la sociedad,   que, supuestamente, se puede dividir en dos partes.

   Una parte  estaría formada por los intelectuales de la sociedad, la mayoría de las cuales tiene educación universitaria. Todos  ellos piensan que la religión ya caducó y no existe más”. Esta parte de la sociedad niega la fe en Dios, intentando explicar el surgimiento de la vida a través de las leyes físicas.  Así se forma una nueva y, según la expresión de Tolstoy  única creencia sobre la que se basaban todas  las  investigaciones del pensamiento humano en todas las ramas. Era la idea que reinaba…”, la que comparaba al hombre con una burbuja que se destaca “en el tiempo infinito, en la infinidad de la materia, en el espacio infinito” y de habiéndose mantenido un tiempo,  estalla. La vida humana puesta fuera de la dependencia de la ley moral de Dios,   se  libera de cualquier tipo de deberes y se concentra sólo en las propias necesidades de cada hombre.  Pierde su sentido porque “la burbuja” que representa al hombre, tarde o temprano   estalla y se desvanece en el espacio, como si nunca hubiera existido. Entonces surge la pregunta: “¿Cuáles el sentido de la vida y para qué vivir?” La ciencia no da ninguna respuesta, pero la gente  la encuentra a su manera. Si la vida no tiene ningún sentido y su único salida es la muerte, entonces no   queda   más que vivir como en el festín durante la peste, es decir  entregándose a los placeres, tomando de la vida todo lo que ella puede dar. A eso se refiere Oblonskiy en la conversación con Lévin. A la siguiente observación de Lévin: “cuando uno comprende que hoy o mañana morirá y no ha de quedar nada, todo se vuelve nimio. Considero que mis ideas son muy importantes; pero, en realidad, resultan tan nimias, incluso si se llevarán a cabo, como matar a esta osa. Así pasa uno la vida, distrayéndose con la caza y con el trabajo, para no pensar en la muerte”, Oblonskiy , sonriendo “con expresión sutil y cariñosa”, le contesta: “¡Naturalmente! Ahí llegaste a mí.¿Recuerdas que me censurabas porque busco los placeres de la vida? No seas tan severo ,!oh moralista!”

   Por   boca de Oblonskiy, Tolstoy nos muestra los criterios comunes para la mayoría de los representantes de este sector de la sociedad que cree que el “objeto de la educación es que todas las cosas se convierten en placer”, que el hombre debe vivir para sí mismo, como en general debe vivir cualquier persona educada. Y para que los hijos no los incomoden, habría  que educarlos en las instituciones. Tan poca consideración de los padres hacia los hijos no podría contribuir mucho al amor entre ellos,  por eso el amor en la mayoría de los casos no existía en absoluto. Así Oblonskiy era indiferente respecto a sus hijos y hasta el cuidado de ellos  había encargado a Lévin. Así tampoco Vronskiy amaba a su madre que había vivido su vida a sus anchas, sin preocuparse mucho de sus hijos. En una palabra, esta parte de la sociedad no formaba uniones familiares fuertes.

    Pero el otro sector de la misma por el contrario, las  tenía muy fuertes. Estaba constituido por la gente que vivía según sus antiguas costumbres cristianas, creyendo en Dios, esforzándose por cumplir sus mandamientos, es decir, la ley moral que, conforme a  sus nociones, estaba en la base de la vida. Para esa gente la educación moral de sus hijos era más importante que la educación universitaria. Además, el sostén de la educación moral lo encontraban en la religión. “Si no se tuviera el apoyo de la religión,…- dice Lvov a Lévin,- ningún padre podría educar a sus hijos sólo con sus medios”. A este tipo de gente las representan en la novela  las familias de Shcherbatskiy y de Livov.

  Pero es obvio que las sectores  de la sociedad que he indicado, son supuestos, porque, en   realidad, sus representantes suelen estar mezclados así como los vemos en la familia de Alexey Karénin. Siendo a la vez un hombre de costumbres morales austeras del cristianismo ortodoxo y un alto funcionario público fiel a su trabajo, Alexey Karénin se había casado con la hermosa Ana,  hermana de Arkadiy Oblonskiy que pasaba su vida a sus anchas. Ana no amaba a su marido, pero lo respetaba. A ella le gustaba su honradez, su sinceridad y su bondad. Se trataba con el círculo devoto-religioso  de su marido y   de sus colegas y lo prefería a la gran  sociedad” de los bailes, almuerzos y vestidos brillantes”. Era modesta en sus gastos y tenía fama de ser una madre que vive para su hijo. Sin embargo Dolly Shcherbatscaya Oblonskaya, su cuñada, vislumbraba una falsedad en el modo de la vida familiar de Ana. Evidentemente esa falsedad fue la consecuencia  del hecho que Ana vivía una vida que no era del todo apropiada a sus ideas. Aunque aceptaba y cumplía las leyes morales del ambiente en que se hallaba, en las profundidades de su alma no les daba  importancia debida. Sus sentimientos reales estaban dormidos hasta su encuentro con Vronskiy.

   No cometerás adulterio”,- dice el mandamiento de Dios, en el cual Ana fue educada.

Habiendo transgredido por el amor a Vronskiy su deber conyugal, Ana  queda como   dominada por “un espíritu maligno” que, según Tolstoy, se instaló en ella. Aunque su alma, pura por   naturaleza, se oponía a este espíritu, él la arrastraba abajo, rompiendo todas las barreras morales que su conciencia aún podía levantar. Tolstoy muestra cómo este espíritu maligno entraba en Ana y cómo éste mismo la empujó bajo el tren. Después de conocer en Moscú a Vronskiy,  Ana regresa  a Sanct-Peterburgo en un estado de éxtasis, cuando siente de repente que cae en un extraño desvanecimiento: todas las cosas alrededor de ella se confunden en su imaginación y su personalidad se divide en dos:” A cada momento la asaltaban las dudas:¿avanzaba el tren, retrocedía o estaba parado?¿Era  a Anushka a quien tenía a su lado o a una persona extraña? “¿Qué hay en aquella percha?¿Un  gabán de pieles o un animal? ¿Soy yo o es otra persona?” Temía entregarse a aquel estado de inconsciencia. Pero algo la arrastraba a él, a pesar de que podía entregarse o no según su voluntad”.

     En aquel tiempo Ana todavía podía resistirse a ese “algo” y no permitir que el espíritu de la bifurcación la dominara completamente. Era su voluntad, la que tenía la última palabra, pero Ana dejó que la pasión entrara en su vida.

   Del mismo espíritu maligno que la bifurcó, Ana dice a su marido después del parto, creyendo que muere: “Soy la misma de antes…, pero ¡en mí hay otra y la temo! Ella se ha enamorado de un hombre y yo quise aborrecerte, pero no he podido olvidar a la que era antes. Aquella no soy yo, ahora soy la verdadera, toda yo. Y ahora me muero.”

  Era un espíritu egoísta y materialista. Parecía   una enfermedad que había alterado todas las nociones anteriores de Ana. De haber dejado de ver las imágenes interiores de la gente que la rodeaba, a saber, de su marido, de Lidia Ivánovna y hasta de su propio hijo, Ana

pasó a captar sólo sus rasgos físicos que,  de pronto, la decepcionaron.  El motivo de tal mirada era la conciencia de su propia belleza exterior que tanto había impactado al joven oficial y la sed de placeres, sin los cuales ya no sentía la vida. Antes siempre abierta y sincera con su marido, Ana comienza a mentirle al principio por miedo a ser descubierto su relación con Vronskiy – “Le  pareció tan terrible y espantoso lo que podría suceder, que, sin pensar nada, le salió al encuentro alegre y risueña, sintiendo que ya le invadía aquel espíritu de engaño y falsedad. Y dejándose dominar por él, empezó a hablar sin saber lo que iba a decir”,  después con placer:  Ana”,  escribe Tolstoy,  para quien la mentira, tan ajena a su carácter, había llegado a ser no sólo sencilla y natural en sociedad, sino que hasta le proporcionaba placer…”

    Ana, parecía que hubiera caído en un torbellino, del cual no había  posibilidad de salir. La conciencia del deber y de la culpabilidad de ella luchaban un tiempo contra su deseo de gozar de la cercanía del hombre deseado, del amor que ella misma creía delictivo. Las contradicciones la ahogaban. Ana admiraba a su marido y al mismo tiempo lo odiaba por su altura moral que ella no tenía: “¿Me creerás que, a pesar de saber que es un hombre  excelente y bueno y yo no valgo ni la uña de él, lo odio? Lo odio por su generosidad.”

  Ora, deseando vengarse de él por su bondad y honestidad, ella lo acusa de  falsedad; ora reconociendo sus cualidades, lo llama santo y, como   deslumbrada por el brillo espiritual  que él emanaba, exclama: “¡No, no, vete, eres demasiado bueno!”

   Sin embargo Ana no podía combatir su propio  egoísmo destructor que todo sometía a la pasión. Estaba dispuesta a sacrificar por ésta hasta a su hijo, a quien sí amaba. Pero en su sentimiento había más amor a sí misma que un amor sincero al hijo. Ya que, deslumbrada por la pasión, era capaz  de calcular el provecho que podría sacar de su maternidad en  caso de que sus expectativas fracasaran.  Ana, escribe Tolstoy,  se acordó del papel, en parte sincero, aunque muy exagerado, de madre consagrada a su hijo que había adoptado durante los últimos años, y notó con la alegría que poseía un imperio, independiente de la situación en que se encontraba frente a su marido y a Vronskiy. Y aquel imperio lo constituía su hijo”.

   Pero la verdad era que estaba dispuesta sacrificar hasta este “imperio”: todo dependía de la decisión de Vronskiy: Si él…,  pensaba Ana,  decidido y apasionado, sin vacilar un momento, le hubiese dicho: “Abandónalo todo y huyamos juntos”, habría

dejado a su hijo y se hubiera ido con él.”

    Si el amor al hijo no pudo detenerla, tampoco lo haría la felicidad y la paz del marido. Habiendo ido con Vronskiy, Ana se sentía, según la expresión de Tolstoy, “imperdonablemente feliz”, pero al mismo tiempo experimentaba una sensación como si hubiera matado a alguien para su propia salvación. En aquel torbellino, en aquel remolino en el que Ana   resultó echada, reinaba la pasión. He aquí como lo relata Tolstoy: “Ana en este primer periodo de su libertad y de su rápida convalecencia, se sentía imperdonablemente feliz y llena de alegría de vivir. El recuerdo de la desgracia de su marido no amargaba su dicha. Por una parte, ese recuerdo era demasiado terrible para pensar en él y, por otra, le había proporcionado demasiada felicidad para poder arrepentirse…… El recuerdo del mal causado a su marido despertaba en ella un sentimiento semejante al de la repugnancia y al que experimenta una persona que se ahoga y logra desprenderse de otra que se ha aferrado a ella, dejando que se ahogue. Desde luego, aquello estaba mal, pero era la única salvación, y valía más no recordar los terribles detalles”.

   Pero la felicidad comprada a tal precio no podía durar mucho tiempo. Y la culpa de esto la tenía más Ana que Vronskiy.    Tolstoy  relata que la preocupación principal de Ana era ella misma, se preocupaba  “por lo que representaba para Vronskiy y por el deseo que tenía de sustituir todo lo que él había dejado por ella”.

  Febrilmente deseando de concentrar su vida   sólo en ella,   caía en una desesperación destructiva, cuando sentía que no podía lograr su objetivo. La desesperación producía desconfianza, sospechas, provocaba celos inmotivados. Entonces quería mantenerlo junto a sí misma con fuerza. A ella no le importaba qué sentía él. Lo principal para ella era su propia tranquilidad:   Que se sienta  molesto”, decía a sí misma,  pero que esté con ella para verlo y seguir todos sus movimientos”.

   Todo esto ponía bajo el yugo y fastidiaba a Vronskiy. Sin embargo a pesar de esto él intentaba arreglar la vida común de ambos, deseaba casarse con ella después de haber  conseguido el divorcio y hasta  tener más hijos juntos. Pero aun en este último deseo Ana no veía la demostración de su amor hacia ella. De haber concentrado toda su vida en lo físico, creía que podía retener a Vronskiy sólo por su apariencia y el deseo de él de tener más hijos comunes juzgaba como una amenaza para su belleza.  Como escribe Tolstoy, “el deseo de Vronskiy de tener más hijos Ana consideraba como una prueba de que no apreciaba su belleza”.

   El espíritu inquieto que vivía en ella, la empujaba hacia   permanentes riñas con Vronskiy,  producidas por la insatisfacción interna de su propia alma. Ana comienzó a notar la ausencia del fervor de antes en el amor de Vronskiy hacia ella, mientras que sus propios sentimientos se agrandaban cada vez más. Pero lo que sentía ella era sólo un amor físico y nada más. Ana misma califica sus sentimientos hacia él,  que la pusieron en una situación desesperada. “Si yo pudiera ser para él algo más que una amante que ama apasionadamente sólo sus caricias; pero  no puedo y no quiero ser nada  más. Y ese mi deseo  provoca en él  repugnancia y en mí  rencor, y eso no puede ser de otra manera”.

  Cada una de las pasiones encierra en sí misma las demás pasiones. Se transforma como en el calidoscopio o al rencor apasionado, o al celo apasionado, o a la envidia, o al odio. Todos estos sentimientos se apoderaron de Ana. Al considerarse a sí misma como una desdichada, comenzó a sentir envidia por su marido con quien vivía su hijo y por la felicidad de Kivi.  Inducida por el deseo de triunfar sobre todos y en todo, hasta dedicó una entera tarde para excitar en Levin el sentimiento del amor hacia ella. Empezó a sentir odio por todo el mundo;   todas las personas le parecían   monstruos lamentables a los cuales no se podía no odiar. Ya no tenía frenos morales, sino lástima de sí misma.

 “¿Acaso yo vivo? Yo no vivo”,   decía inesperadamente.

 El amor de Ana   termina con el odio hacia Vronskiy y con una implacable   condenación de sus propios sentimientos de madre y de mujer. Al recordar a su hijo, pensó: “ “Y, sin embargo, he vivido sin él, lo he sustituido por otro amor y no me he quejado mientras he encontrado satisfacción” – Ana recordó con repugnancia lo que llamaba amor”.

    En ella nació un febril deseo de autodestrucción y de venganza: quiso vengarse de Vronsky de tal manera que él sufriera el resto de su vida. Tolstoy muestra, cómo trabajaba la mente alterada de Ana: “castigarlo y vencer en la lucha  que sostenía con él un espíritu maligno que se había albergado en el alma de Ana[…];   morir  y él se arrepentirá, lamentará, me amará, sufrirá por mí,”  se dice Ana sintiéndose agraviada por Vronskiy y “volvió a pensar con deleite cómo sufriría Vronsky, cómo se arrepentiría y amaría su recuerdo”.

   Justamente este odio y la aparente desolación y lo absurdo de su vida hicieron que Ana no sólo pensara en su propia muerte, sino también en la forma de esa muerte. La primera idea que llegó a su mente fue envenenarse, pero   semejante muerte le pareció demasiado sencilla, es decir, poco impresionante. Entonces eligió aquella forma de su propia muerte, cuyo horror nunca pudo borrarse de la mente de Vronsky y dejarlo vivir.

  Con todo Ana ni siquiera pensó en el destino de su hija, que,   con sorpresa lo había notado Dolly en su visita, no la interesaba. En este sentido es muy significativo el hecho de que Ana no sentía lo mismo respecto a su hijo y a su hija. Aunque le pareciera a Dolly muy extraño, Ana amaba más a su hijo, nacido del hombre que le era indiferente,   que a la hija que fue el fruto de su amor por Vronsky. La misma Ana lo explicaba por las mayores fuerzas que había dedicado a su hijo. Pero la  realidad era otra:  en aquel tiempo ella formaba parte de una familia, donde reinaba la fe y donde el deber principal de los padres era la educación de sus hijos y no sus propias distracciones. No fue así en su vida con Vronsky, cuando Ana ya no formaba parte de una familia, sino de la categoría de    gente que daba   mayor importancia a su propia vida, dejando la educación de sus hijos a cargo de otras personas. Así, al fin y al cabo, a la educación de la hija de Ana y Vronsky se dedico su ex marido  Karenin.

   En todo esto el único motivo motriz de Ana fue el egoísmo,  el mismo  egoísmo, por el cual se movía también Vronsky cuando quería conquistar a una mujer casada. Sin pensar en las consecuencias de la pasión que se encendió en él, quiso sólo satisfacerla. “No codiciarás…la mujer de tu prójimo” (Ex 20, 17),  se dice en los  mandamientos Divinos que representan la ley moral que regula la convivencia humana. Vronsky la transgredió y el castigo llegó dejándolo como fulminado. Lo destruyó íntegramente. La imagen del cuerpo de Ana destrozado bajo las ruedas del tren, entró para siempre en su vida que ahora se quedó sin sentido ni encanto. Su único deseo llegó a ser la muerte, y él se dirige a la guerra servia para encontrar allá el fin de su vida. Sus últimas palabras fueron: “Si, como instrumento puedo servir de algo. Pero como hombre no soy sino una ruina”.

        

 El mismo espíritu de la autodestrucción  que se apoderó de Ana, estaba por apoderarse también de Levin. Siendo, por su nacimiento y educación,  un cristiano ortodoxo convertido en un ateo por la instrucción universitaria, ante   la muerte de su hermano  de pronto se dio cuenta de lo absurdo de la existencia humana y de cualquier trabajo.  ¿Para qué se hace todo esto?”... se preguntaba él a sí mismo, si la muerte corona la obra. “Nada ni nadie de lo que hay aquí permanecerá. ¿Para qué, pues, todo?” “En aquellos días”,  escribe Tolstoy,   “había comprendido claramente que para él y para todos no existía nada en adelante sino sufrimiento, muerte, olvido eterno; pero a la vez había reconocido que así era imposible vivir, que precisaba explicarse su vida de otro modo que como una ironía diabólica, o, de lo contrario, pegarse un tiro”.

    Tolstoy repite la misma idea de que la forma atea de ver las cosas sea inspirada por un espíritu maligno,  en el siguiente fragmento exponiendo los pensamientos de Levin. Dice que, sin saber cómo y cuándo, Levin había asimilado la manera atea de ver al hombre como una “burbuja temporal” que representa un organismo que se destacó en el universo infinito.Mas no sólo le pareció que no podía ser verdad,” continúa Tolstoy,  “sino que constituía una ironía cruel de una fuerza malévola y abominable a la que resultaba imposible someterse.

   Era preciso liberarse de aquella fuerza. Y la liberación estaba en manos de cada uno. Había que cortar tal dependencia del mal y no había sino un medio: la muerte. Y Levin,

 aquel hombre feliz en su hogar, fuerte y sano, se sentía muchas veces tan cerca del suicidio que hasta llegó a ocultar las cuerdas para no estrangularse y temió salir a cazar por miedo a que le acometiese la idea de dispararse contra sí mismo con la escopeta”.

    Esforzándose por comprender las cosas que le atormentaban, se preguntaba a sí:

  Si no admito las explicaciones que da el cristianismo a las cuestiones de mi vida, ¿qué admito?”.Y en todo el arsenal de sus ideas no hallaba ni remotamente la respuesta”.

   Pero Levin no se pegó un tiro porque, como escribe Tolstoy, élvivía bien y pensaba mal”. “Vivía, sin comprenderlo, a base de las verdades espirituales que mamara con leche de su madre, pero pensaba, no sólo no reconociendo tales verdades, sino apartándose de ellas deliberadamente”.

    Lo veía claramente su esposa Kiti. “¿Cómo puede ser un incrédulo, si posee ese corazón, - pensaba ella, - ese temor de ofender a nadie, ni siquiera a un niño? Lo hace todo para los demás y nada para sí mismo. Sergio Ivanovich considera deber de mi marido ser su administrador, Dolly con sus hijos está bajo su protección. Y luego, los campesinos que acuden diariamente a él, como si Kostia estuviera obligado a servirles...” “¡Ojalá seas como tu padre!», murmuró para sí, entregando el niño al aya y rozando con los labios su mejilla”.

  En la novela Levin personifica la vida, porque la vida es verdaderamente vida por la presencia de Dios en el alma del hombre, de aquel Dios a quien negaba su instrucción recibida. Pero por el juicio de Tolstoy, la verdad y la sabiduría se hallan en la sencillez y no en los artificios de la mente. Y llegó el día cuando la palabra dicha por un campesino hizo a Levin volver a sus fuentes. Cuando preguntó al campesino, ¿Por qué vivir?, este respondió: para Dios, para el alma. Y he aquí como si cayera la venda de los ojos de Levin y él entendió que exactamente así vivía todo el tiempo sin darse cuenta.

 “¿Qué he descubierto en resumen?- se decía, - Nada. Sólo me he enterado de lo que ya sabía. He comprendido la calidad de la fuerza que me dio la vida en el pasado y me la da ahora también. Me libré del engaño, conocí a mi señor...”

   El significado de este saber y de la liberación Levin lo revela a lo largo de la siguiente consideración:

     “Y ahora veía claramente que sólo podía vivir merced a las creencias en que fuera educado.

“¿Qué habría sido de mí y cómo habría vivido de no tener esas creencias si no supiese que hay que vivir para Dios y no sólo para mis necesidades?

  Hubiese robado, matado, mentido. Nada de lo que constituyen las mayores alegrías de mi vida habría existido para mí.»

Y aun con los máximos esfuerzos mentales no podía imaginar el ser bestial que hubiese sido de no saber para qué vivía.

 Buscaba contestación a mi pregunta. El pensamiento no podía contestarla, porque el pensamiento no puede medirse con la magnitud de la interrogación. La respuesta me la dio la misma vida con el conocimiento de lo que es el bien y lo que es el mal.

 Y ese saber no me ha sido proporcionado por nada; me ha sido dado a la vez que a los demás, puesto que no pude encontrarlo en ninguna parte.

¿Dónde lo he recogido? ¿He llegado por el razonamiento a la conclusión de que hay que amar al prójimo y no causarle daño? Me lo dijeron en mi infancia y lo creí, feliz al confirmarme los demás lo que yo sentía en mi alma. ¿Y quién me lo descubrió? No lo descubrió la razón. La razón ha descubierto la lucha por la vida y la necesidad de aplastar a cuantos me estorban la satisfacción de mis necesidades.

Tal es la deducción de la razón. La razón no ha descubierto que se amase al prójimo, porque eso no es razonable.”

   En todos los artificios de la mente Levin de pronto vio a aquella vieja serpiente que se llama “orgullo”. Y este orgullo se presentó ante él como una estupidez, una mentira y una truhanería.

   Y el orgullo... se tendió de bruces y comenzó a atar entre sí los tallos de hierba procurando no romperlos. No sólo existe el orgullo de la inteligencia, sino la estupidez de la inteligencia. Pero lo peor es la malicia... eso, la malicia del espíritu, la truhanería del espíritu”, se repitió.

   Ahora Levin vuelve a pensar en la Iglesia:   Y lo que sé”,  descubre,  no lo sé por la razón, sino que ha sido concedido directamente a mi alma, lo siento por mi corazón, por mi fe en lo que dice la Iglesia”.

  Y ahora encontraba”, continua Tolstoy,  “que no existía doctrina eclesiástica alguna que destruyera lo esencial: la fe en Dios y en el bien como único destino del hombre.

Cada una de las creencias de la Iglesia podía ser explicada por la creencia en el servicio de la verdad en vez del servicio de las necesidades”.

  Al ser cristiano y de haber recibido sus ideas acerca de las leyes del bien por las revelaciones de la Iglesia cristiana, él las cree  iguales  para todos. Y lo que se refiere a la diversidad de las creencias – las de los judíos, islámicos, confucianos, budistas y de los otros – considera   no tener derecho ni posibilidad de resolver sus relaciones con la divinidad.

    Así, la fe salvó a Levin, la fe que Ana no tuvo. Tolstoy muestra que la fe consiste en el servicio a los otros y significa la vida, mientras que la ausencia de la fe se caracteriza por el servicio a sí mismo, a sus necesidades y significa un callejón sin salida intelectual y la muerte, pues en el fondo del universo están las leyes del bien que fueron enseñadas a la humanidad a través de las revelaciones. La violación de éstas lleva a la destrucción de la vida. Hacer el bien, amar al prójimo con abnegación, sin martingalas, sin buscar  explicaciones razonables de las cosas que es imposible comprender con la mente humana, y confiar sólo al saber espiritual que se da a las personas de corazón honesto,  ése es el camino del hombre y el sentido de su vida.

   De este modo en la pregunta principal de la novela,  si caducó o no la religión, si puede resultar la educación fuera de la religión y qué pasa con la persona que no tiene el sostén en ella, Tolstoy responde que la religión no puede caducar, que la educación fuera de la religión es imposible y que la persona privada de la fe en Dios, no tiene frenos morales y va hacia autodestrucción espiritual y física.

     Ha pasado más de un siglo desde aquel tiempo cuando Tolstoy escribió su novela, pero ésta no pierde su actualidad y justamente porque la cuestión de la correlación de lo espiritual a lo físico es el problema principal de la realidad de hoy, aunque se lo silencie. La religión ya no participa en la educación de la mayoría de la gente. Parece que el festín durante la peste está en su apogeo. El mundo se mueve por el ateismo y   la sed de la  diversión. Las consecuencias son palpables: destrucción de la familia, de la moral, miedo pánico ante la muerte, suicidios y crueldad – en una palabra, el hombre ahora es como   Levin se imaginaba a sí mismo en el caso de que no hubiera tenido el apoyo que da la religión, diciendo: Hubiese robado, matado, mentido.

Bs.As.2006

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